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En este espacio, conocerás los hechos y circunstancias en la vida del hombre libro; sus adquisiciones bibliotecarias y sus apreciaciones sobre las vicisitudes que vive el libro usado.

DIARIO LIBRO

 

24 de abril de 2016

CINCO SEGUNDOS

Por Max Ramos

 

Diana y tú, Jesús, nos dieron la bienvenida a las once y diez en tu departamento, junto con tres perros retozones que olfatearon nuestra intrusión. Nos invitaron una taza de café. Aunque se dibujó en mi mente su aroma, dije, no. Javier aceptó. A él siempre lo envenenan por el paladar.

Revisé algunas de las revistas. Mas mis ojos estaban en tus libreros, en Aspectos de la novela, de Forster; Los libros que nunca he escrito, de George Steiner y Homo Sampler, de Fernández Porta: los libros que se me antoja leer y que son prenotas, música que ya imagino vuelta ideas.

Mas volví a mirar los acetatos de música clásica, los compactos -entre los que habías deslizado algunos que no deberían estar en el lote a tratar. Te propuse -por revistas de música, compactos, raquetas, acetatos, lienzos en blanco y perchero- cinco mil pesos en intercambio, hubo cinco segundos de duda en tu respuesta. Al final dijiste:

-Umm…, bueno, está bien.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La duda gira en el domingo a treinta y tres revoluciones por minuto en el disco de la tarde. Importan las personas, no los objetos. Qué difícil es el malgaste que se puede dar a la amistad. No quiero ser vendimiero nada más, me digo mientras llegamos a la librería Jorge Cuesta, donde ya me esperan cuatro vendedores, dos libreros, Marco y Leo, los más jóvenes aprendices en el arte de acomodar el papel impreso.

A las seis de la tarde empiezo a reconocer el material que hemos traído de tu departamento, en la Narvarte, Jesús. De lo primero que veo, tres números de México Canta, que editaba René Eclaire en las décadas del sesenta y setenta. Ahí está en un poster, The Temptations; un artículo sobre un nuevo sistema de cultura: las peñas. ¿Cuál fue la primera, la de Los Folkloristas o la del Cóndor pasa?

Cuando el librero no conoce de música, tiende a realizar un bug en los trueques con los amigos bibliófilos. Eso lo lleva a realizar una búsqueda en los glitchs de su sordura. Entonces se pregunta si eso que suena, Very very gone, de Guillermo Scott Herren, es un hip-hopeo o jazzea entre retazos de rock y electrónica programada. No es que uno conozca. Pero se voluntarian las ganas de saber de qué habla una revista como Filter. Y se da cuenta que hay una vocalista, Jenny Lewis, que junto a tres músicos más conformaron Bilo Kiley. Qué difícil es el indie rock que me suena como indie pop. ¿Son los instrumentos, los ritmos, las voces, las letras, las que hacen la diferencia? Escucho la voz de Jenny y siento su música entre el desencanto y la ternura, como un monólogo a solas en el espejo de la sinceridad.

Mira, Jesús, mientras despliego el Rock Poster 114, de mediados de los setentas, para mirar a Led Zeppelin y me entero que viene a México Procol Harum, te propongo que reconsideremos la oferta inicial y que ahora seas tú el que proponga la cantidad por intercambio. Mientras, yo empiezo a instruirme en asuntos musicales que me pueden llevar toda la vida. Por lo pronto, empezaré por recorrer los números más viejos de la revista Rolling Stone, que por cierto, son una hermosura. Pondré atención especial en el número dedicado al Gonzo Thompson. Luego, con Lou Reed, caminaré en el parque Melody Maker, en un día perfecto. No sé, espero tu respuesta.

Notas para una librería secreta

LA GLORIA QUE NOS COLMA CON LO OCULTO

 

Un soneto me pide hacer un libro.

No: cuatro libros me piden un soneto

y me aplico temprano y casi libro

escribir la cuarteta en que someto

 

apenas el asunto que ya intuyo:

habrá fiesta en los ojos y en las manos

pensar que si con bien es que concluyo

la encomienda, será como entre hermanos

 

festejar el milagro del acuerdo:

un acuerdo de paz, con sentimiento

de intercambiar pasiones, pues me acuerdo

 

que en el antiguo umbral de El burro culto

—¿o El burrooculto?— encontré y no miento

la gloria que nos llena con lo oculto.

 

Francisco Magaña

 

12 de abril de 2016

Doce cajas en una bañera

Por Max Ramos

 

La colonia Club de Golf, en Atizapán de Zaragoza, residencial arbolada donde descansan a sus anchas las largas avenidas, era el lugar de la cita con la Señora Alicia. Mientras vamos de camino, Manolo, que va al volante, me habla de un periodista queretano que firmaba como Alea jacta est, la suerte está echada.

Al llegar a la dirección, un hombre nos pregunta si teníamos una cita, que si habíamos hablado con Alicia. Que aún no había llegado y sería mejor que la esperáramos en el auto. Volvió a cerrar la puerta de la casa. Cinco minutos más tarde llegó ella. Pasamos.

 

-Hace tres años de no verla por la librería –dije, para abrir conversación.

-Es que ya no leo en papel. Ahora todo lo tengo en digital. Por eso quiero que se lleven los libros.

 

Después de observar la capa de polvo sobre las tapas de cartón y mirar las arañas secas de hasta una segunda generación, atrapadas al interior de las cajas, deduje que los libros llevaban en ese baño alrededor de treinta meses.

Las trasladamos fuera de su larga ducha de abandono, a un lado de la teleteca, donde la pantalla plana se enseñoreaba con sus demasiadas pulgadas.

Como copete, arriba de la televisión estaba un librero donde dormían un par de colecciones, que en los años setenta se podían comprar en tiendas Aurrerá; sí, los libros rojos de Bruguera y los tomos de Promexa, de literatura mexicana.

Alicia comenzó a separar libros de su interés. Las cajas semivacías, le ordenaba a Manolo -quien me acompaña a ver las bibliotecas-, que me las fuera pasando.

Soy buen carroñero, no gusto de mirar cuando alguien da las tarascadas más sabrosas. Aunque la presa aún no me pertenezca. Pienso que la persona que me invita a comprar su lote o biblioteca, no debe prestarse a que le vean en sus íntimos placeres: la elección de sus tesoros. Porque muchas veces sufrimos el mismo antojo textual. Lo que queda, sabiéndolo escardado, se vuelve papel mortuorio, nada más.

Cuando termina su revisión, se ha quedado con siete cajas. La suerte está echada, pensé. De las cinco que me dispone para su avalúo, soy seco y quizá un tanto visceral:

-Realmente me sirven dos cajas. Hay novelitas de Agatha Christie, en inglés, con maltrato, que al igual que varios de Porrúa, Sepan cuántos, que son económicos. Las tres restantes las puedo prescindir. Le ofrezco mil pesos.

 

-¿Qué? –protesta el hombre que nos atendió en la puerta- Si es así, Ala, mejor yo te los doy.

- No, por eso tan poquito, no se los vendo –dice Alicia.

- Ni hablar, entonces, hasta luego –digo.

 

Alicia no me responde. Debemos encontrar por propia cuenta la salida porque ella decide ignorarnos.

Qué pasó. Como librero debería tener el temple para ser psicólogo de la compra. Debí preguntar, como otras ocasiones, cuánto es lo que usted pretende por sus libros. Si no se llega a un acuerdo por el total de ellos, ofrecer por unos cinco títulos, pagándolos mejor. Incluso, recomendarle a otro librero, para que tenga una segunda opinión.

Salimos de la Residencial por ruta equivocada. Después de varias vueltas llegamos al Lago de Guadalupe, casi seco; era la tapa de un libro plateado que el viento revolcaba. Hora y media nos llevó desperdernos ruta a la ciudad de México.

Hay días en que el perder cuadrupa. Se pierde tiempo, gasolina, libro y  clienta. En el fondo, quién pierde una colección de libros gana una hoja reflexión.

5 de abril de 2016

La gratuidad del papel

Por Max Ramos

 

Hace algunos días escuché la voz de un hombre al auricular, quizá de unos sesenta y cinco años. Quería donar unos ochocientos libros. Lo que fueron sus lecturas, dijo. No tengo edad para llevarme tanto a donde quiera que deba mudarme. He sido cliente de El Hallazgo, aunque me he ausentado por un par de años, por problemas de salud, ya sabes, las piernas.

Le contesté que aceptábamos el material:

-Claro que sí, Julio César, nada más dinos cuándo, y la hora; de preferencia el domingo, por lo del tránsito ligero y el aparcamiento.

-Cómo sabes mi nombre, Max.

-Como tú el mío, Julio.

No le dije que además ser acomodador de libros, clasifico voces; que la suya es una Gutura 1845. Que a mediados del 2005 le vendí La Intervención norteamericana en México, de Leopoldo Martínez, la cual, en aquellos tiempos me atreví a recomendar.

Él, me sigue hablando al teléfono. Dice que hay otras colecciones que quiere negociar: Fuentes Mares, Spota, Ibargüengoitia. En buenas encuadernaciones.

 

Ayer domingo llegamos a su departamento. Calle Pestalozzi. Julio nos saluda por el interfón. Mientras esperamos el elevador, veo un tragamonedas de frituras. Edificio de los ochentas. Tercer Piso. Al abrir la puerta veo un hombre un poco más bajo del que recordaba. Nos invita a sentarnos. Una sala de ratán, como el conjunto general del moblaje. Recuerdo el castigo con las varas, en la escuela primaria regida por monjas, donde estuve. Me inquieto. Me dirijo a las pilas de libros en el piso dispuestas a tratar.

 

-Te odio… -balbuceo desde mi yo escolar.

-¿Qué dijiste, Max?

-Te odio por ser de otro, de Corín Tellado. ¿Esto es parte de tus lecturas?

-No, ese libro es de mi mujer. Ella ahora fue a misa. Luego a una comida familiar.

 

Mientras hablamos de mudanzas, de lo que uno debe dejar cuando se marcha a otras vivitancias, veo algunos de los libros que estuvieron en los estantes de la librería. Los objetos no son nuestros, son trasiego, como las ideas. Me sonrojo al ver el libro que una vez le recomendé. Logro mirar que en aquellos días su precio era de cincuenta pesos. Sé que ahora tenemos un ejemplar en ochenta. Las economías de nuestros bolsillos tienen depaupere. Clasificábamos como “Intervenciones”; hoy dividimos: “Intervenciones Norteamericanas” e “Intervención Francesa”. Lo sutil de un cambio asoma sus abismos.

Le digo a Julio que le ofrezco por  trescientos libros, seis mil pesos. Seis mil quinientos, dice. De acuerdo. Luego, en otra tanda veremos las colecciones de Fuentes Mares y de Ibargüengoitia. Lo miro. Es un hombre que parece despedirse de las cosas. Me da la sensación de que su esposa hace tiempo ya no lo acompaña.

 

-¿Y la de Spota, no?

-Seré déspota con él: No lo quiero, por ahora –le digo.

Llevamos en tantos las pilas de libros al elevador. Luego a la cajuela. Julio se queda cada vez más pequeño a medida que el vehículo avanza. Guardo unos segundos de silencio. Luego miro hacia los asientos posteriores donde van parte de los libros. Aquí viene Julio con nosotros. Él me dice: Mira, esto es una donación: ofreces una cantidad-símbolo que dé continuidad al cambio del poseedor de su materia de seso y retozo.

 

Asiento lo que dice. Sé que en la librería, en los estantes de ajedrez; con la biografía de Fisher y un libro de aperturas; entre libros sobre la matanza de Hutzilac, las biografías de Serrano, y  el periodismo de Eliseo Alberto, el texterío navegará a toda vela.

 

 

Max Ramos

22 de marzo de 2016

 

ALGO DE ZOPILOTE EN NUESTRO OFICIO

 

por Max Ramos

 

Hoy martes fuimos a Cuernavaca. Llegamos al norte de ciudad. La hija de Patricia nos recibió.

En la sala, dos grandes libreros en laca blanca. Uno de ellos tenía desplegada la sociología y los libros de psicología. Carl Jung; un álbum de cartas editadas recientemente que pertenecieron a Freud; Lacan, sus Seminarios.

En el otro librero, la filosofía, el ensayo, la historia con veinte de los libros de Hobsbawn, con su Rebeldes Primitivos y su Historia del siglo XX.

Llego Patricia nos invitó un vaso de agua, una rebanada de sandía "tan triste y tan herida". Después de esa pausa, proseguí en el librero de un entrepiso, Onetti, su Vida Breve; Saramago; Los Cuadernos de Juan Rulfo.

Otra habitación nos invitó, soy el estudio, parecía decirnos, pasen, aquí están los libros de fotografía, el arte mexicano, la historia del Estado de Morelos.

Un intervalo. En la conversación, el tema del desapego; el saber cuándo desacomodar lecturas ya quedadas en el estante corporal.

El sol del mediodía se filtra por las ventanas, primavera el aire.
Al final, hacemos el recaudo de los materiales que nos pueden interesar. Proponemos una cantidad. Es aceptada.

Mientras Manolo y Teresa se dan a la tarea de ir subiendo al auto lo comprado, Patricia, la dueña de esta biblioteca me pregunta cuánto más será por dos libros firmados, uno por Octavio Paz, otro por Juan Rulfo. Le digo que no siendo primeras ediciones y por estar dedicados de forma escueta a su marido, quién fue poco conocido, le podemos ofrecer menos de lo que se pudiera, en caso de que fueran primeras ediciones y dedicadas a personas más ampliamente conocidas. Acepta la oferta.

Nos despedimos. Le miro las pupilas, de agua triste. Uno quizás no debería de arrebatar las cosas a la gente. Pero hay algo de zopilote en nuestro oficio.

Despliega las alas negras sobre el cielo de las dos de la tarde, me digo.

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Presentación de Bibliópolas

Por
Dr. Álvaro Álvarez

De toda la vida he tenido cierto rechazo hacia los talleres de creación literaria. Se trata de un rechazo infundado, puesto que sólo he estado en uno y, a decir verdad, no estuvo tan mal. En buena medida, gracias a él casi dejé de escribir: no hubo una buena guía literaria (pese a que fuimos buenos interlocutores) y sigo creyendo que buena parte de los asistentes trataba de hacer lo que podía para comentar los textos del taller… y hay que reconocer que no podían hacer mucho. Mi principal temor ante los talleres literarios es que los textos salgan como hechos con moldes para galletas… Con el tiempo, creo haber aprendido más de lecturas detenidas, cuidadosas, minuciosas… Por lo mismo, siempre me pregunto si seré justo con esa predisposición…

   Hace tiempo que frecuento la compañía del Burroculto y visito a Max y a Manolo y a todos esos cometas que andan por ahí. Así, en algún momento, me enteré de la existencia de un taller literario que sesiona los jueves y del que alguna vez le dije a Max “me gustaría ver qué hacen”, pero por cuestiones de horario no me es fácil asistir a las reuniones, así que cuando el mismo Max me dijo que planeaban editar un libro con algunos de los textos surgidos del taller, sentí que no estaba lejos la oportunidad de ver qué hacían. Y así llegó Bibliópolas y la oportunidad de ver qué hacen quienes ahí asisten.

   Bibliópolas es un libro de 101 páginas, impreso en tinta color sepia, editado por la UAM de Cuajimalpa y Ediciones Acapulco, lamentablemente fuera de comercio, e integrado por ocho textos o, mejor dicho, por una presentación y siete cuentos de extensiones, intenciones y emociones variadas. Mis comentarios se dividen en unas cuantas observaciones a la presentación, ciertas generalidades de los cuentos de Bibliópolas y, finalmente, algunas observaciones particulares a algunos de esos cuentos.

   Además de tratarse de un libro, insisto, tristemente fuera de comercio, el primer punto que llamó mi atención de Bibliópolas fue la presentación hecha por Ernesto Guzmán: no es una presentación de textos ni tampoco del taller de creación literaria, sino de algo que está muy cercano de explicar una declaración de principios librescos con la que, estoy seguro, muchos podemos estar muy de acuerdo:

“Ya no sólo estaremos dentro de una librería físicamente, sino en uno de sus estantes, dentro de uno de sus libros, siendo sus palabras. Qué mejor destino para nosotros que éste. Envejecer junto con el papel, ser leídos, desechados, rescatados y adquiridos por otra librería de viejo. Así, una y otra vez, hasta que, siendo tinta y papel, logremos rebasar nuestra existencia.”

Después de lo anterior, y a nivel general, tuve que desechar mi temor de que los textos parecieran hechos con moldes para galletas. Pese a que, en la presentación, Guzmán se encarga de apuntar que los cuentos tienen cierto tema en común, vemos que lo que resalta es la pluralidad de voces, eso sí, unas con mayor soltura y con mayor bagaje que otras, con extensiones y tratamientos tan variados que, lo menos que puede suceder es que los lectores nos aburramos. Un punto general más, el último que comento, es la variedad generacional de quienes escriben los cuentos de Bibliópolas: hay casi veinte años de diferencia entre sus autores, lo que lo vuelve un libro colectivo no muy al uso.

   “Los riduzionistas” es el cuento que abre el volumen y creo que no pudo existir una mejor elección; se trata de un texto tan bien manejado que se deja leer con soltura y el tema, aunque no tan novedoso (¿Qué tema lo es?), resulta tan bien tratado que atrapa desde un primer momento y al que sólo le hago un reparo al párrafo final y pregunto: ¿de verdad resultaba tan necesario?

   “A Kindle of Blue” es una joyita literaria, aunque creo que ni su autor ni el instructor se dieron cabal cuenta de ello: llama la atención desde un principio por la manera en que está escrito y, debido a ello, presenta muy poca acción, cuando tema, escenarios, época, personajes y vocabulario dan para elaborar una serie de historias con lo que este cuento condensa y deja ver.

   “Curiosidades del reino animal” es otro texto que da para más. Quizás un poco más de tensión en la narración y un sondeo más profundo en los personajes que intervienen en la historia habría hecho de “Curiosidades…” un cuento muy en la línea de Amparo Dávila, o de algunos textos de Emiliano González.

   “Rivero” ofrece un texto complaciente consigo mismo y con su autor. Se lee con soltura, capta la atención y el final, que hubiera podido ir creciendo hasta convertirse en un clímax; es adelgazado muy a propósito (aunque no termine de quedar claro cuál sea ese propósito). Es un cuento que daría para más, sobre todo en cuanto al tratamiento del personaje principal se refiere.

   “Señor Noche”. Aquí hago un paréntesis y comparto algo que ya he comentado con Max: como relator es todo un personaje. Siempre resulta un verdadero placer escucharlo contar algo… qué digo ¡escucharlo!: verlo contar algo. Las inflexiones de su voz, los ojos que juguetean como quien cuenta una travesura, sobrepasan los relatos que siempre tiene Max. También le he comentado que, al momento de transcribir lo que cuenta, ninguno de sus entrevistadores ha podido capturar nada de ello. Con “Señor Noche” sucede esto que digo porque, pese a que se trata de una historia envolvente, le falta ese “punch” con el que cuenta las cosas el relator Max Ramos. Me habría gustado (más) de haberla escuchado.

  “Remington Co.”, muy en la línea fantástica, llena de espejos o espejismos, es también un cuento equilibrado, cuyas dificultades narrativas libra muy bien su autor. Sabe trenzar adecuadamente los principales dos niveles narrativos de su historia y el personaje principal despierta nuestra simpatía, nuestra nostalgia y nuestro desencanto final, claramente planeado por su autor.

   “Los misterios del burro” cierra el libro y el círculo insinuado desde un principio. También es un texto muy bien logrado que presenta un retrato muy completo de Manolo y… tal vez por eso mismo “no me gusta”. Siento que devela muchos “misterios” que hacen que todo ese universo cultural que gira en torno al Burroculto sea lo que es. Conste: no se trata de un defecto literario, sino todo lo contrario.

   Celebro la iniciativa de Max Ramos y de quienes hayan tenido la inquietud y la voluntad de dar a conocer estos textos. Es un libro que vale la pena leer. No digo que se trate de ninguna obra maestra, pero sí de una serie de cuentos bien escritos, sin mayor pretensión que rendirle culto a nuestra diosa, la palabra escrita. Felicitaciones a todos quienes formaron parte de esta labor y ojalá se considere una edición comercial.

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