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Ya lo leí, una crónica librera

  • Simón Rojas
  • 12 oct 2015
  • 2 Min. de lectura

Suele pasar con lectores de Joseph Roth, el novelista mimado del local. Curiosa estirpe, por cierto: mujeres encorvadas, jóvenes prematuramente encanecidos, fervientes admiradores de Singer. Ellos lo han leído todo y ante ellos la humilde enciclopedia del vendedor queda reducida al tamaño de una nuez.

Al principio es difícil mantener la calma y no mosquearse ante alguien que lo único capaz de decir es “ése ya lo leí, éste también, y aquél igual”. Ya lo leí, ya lo leí, ya lo leí. Lo increíble es que el alarde no obedece a una charlatanería ni a un reflejo incontenible por darse aires de superioridad, sino a la triste comprobación de una certeza: en efecto, los han leído todos, y sufren. Sufren, pobre gente, porque van por ahí buscando lo nuevo, algún título que se les haya escapado, alguna maldita novelita perdida, algún miserable capitulillo pasado por alto en su lectura de los dieciséis tomos de la Comedia Humana.

Pero después viene la alegría: el vendedor de libros entiende el juego y comienza a maniobrar con la ansiedad de estos lectores. No le queda más opción que inventar títulos de libros inexistentes, que es una manera degradada de homenajear —o de insultar— a Borges y su idea de un posible libro compuesto “por una serie de prólogos de libros que no existen”. No se trata de inventar autores, nada de eso, sino de agregar con un poquito de malicia algunos cuantos títulos a la bibliografía de un autor. ¿Ya leyó Estridencia de Gombrowicz? ¿No? ¡Lástima! Lo vendimos recién ayer, pero tal vez nos llegue otro ejemplar la próxima semana.

Y así, tan fácil, en los ojos de estos lectores comienza a brillar una chispa esperanzadora capaz de alejarlos al menos por un rato de su tristeza bucólica de Yaloleí. Por supuesto, si a la semana siguiente Yaloleí —que ha buscado en Internet, obviamente sin éxito, cualquier rastro de Estridencia—, viene blandiendo un cuchillo dispuesto a ajusticiar al farsante vendedor, éste siempre se podrá escudar en la disparidad de las malditas traducciones y depositar todo el peso de la culpa en los hombros de las editoriales españolas. Joder.

 
 
 

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