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El sabueso en el zorro

Por René Rueda Ortiz



¡Miseria y nada más!, dirán al verte

los que creen que el imperio de la vida

acaba donde empieza el de la muerte.

Manolo Acuña

Ahora ha llegado el turno del último episodio de mis memorias. Gira en torno a una muerte singular, en la vida de un investigador policial. Las situaciones podrán sonar extraordinarias, pero cualquier cosa que en adelante suscriba, ocurrió, por más difícil que resulte creerlo.

Comienza con un ahorcado con soga gruesa. La primera vez que lo vi, sentí un raro estremecimiento, pues giraba lentamente por causa del aire enrarecido de esta ciudad. El aire fuerte que trae consigo los olores del mundo.

El lugar en donde se hallaba el cadáver, era una librería que estaba en los límites de mi jurisdicción y que, aun con sus grandes dimensiones, se veía saturada de libros. En las estanterías, los ejemplares se notaban apretujados, horizontal y verticalmente, cada uno manaba un olor distinto. En el suelo había cientos de tomos apilados que apenas permitían el paso. Algunas pilas rebasaban la medida de un hombre y había que ladear el cuerpo para pasar entre ellas.

La librería contaba también con roperos, escritorios, mesas, baúles y con un tapanco que abarcaba los cuatro muros del recinto, formando un vano en medio y que también lucía repleto de estanterías y pilas y muebles: un laberinto hecho con objetos que aún conservaban las remembranzas de incontables barnices, perfumes y bosques; un complejo arquitectónico que provocaba un estado de calma similar a la muerte.

Sé de lo que hablo. Estuve muerto durante siete horas y media. Ocurrió después de un tiroteo. Una bala penetró en mi chaleco a la altura del corazón. Comencé a segregar una substancia amarga y luego no supe de mí. Mis compañeros me contaron que los médicos dictaminaron mi muerte desde la ambulancia. Horas más tarde, desperté entre el olor dulzón y gélido de la morgue. Antes de abrir los ojos, pensé en el rostro atezado de mi retatarabuelo, pero me distrajeron los ruidos de la vida y la comezón y el frío, y el asqueroso olfato.

Había un cadáver pendiendo del barrote central de la balaustrada del tapanco, pero ni siquiera tal presencia era capaz de acabar con aquel estado de calma, al contrario: ese cuerpo de traje negro a tres piezas, lo acentuaba. El traje del muerto era anticuado, rematado con una corbata gris y un reloj con leontina. El rostro también intentaba un aire antiguo y elegante, pese a que era un joven de groseros rasgos; de pómulos redondos y grasientos, nariz ancha que se quebraba a la altura del tabique; ralo bigote bajo el cual se acomodaban, de cualquier modo, unos labios demasiado gruesos y un mentón casi inexistente.

Pensé en los perfiles de Baudelaire, de Gide, de Bioy Casares, y tuve ganas de patear a ese impostor de la elegancia, pero uno está impedido por el oficio; no se pueden alterar las evidencias, por más que la situación lo amerite.

Había investigado muertes en toda clase de lugares: escuelas, bancos, cantinas, centros comerciales, teatros, tiendas para mascotas, salones de belleza, pero nunca en una librería: esa particularidad movió mi interés, porque antes de ser policía, yo fui un puntilloso visitante de librerías, un “intelectual”, un literato, pero un día tuve que cambiar el benéfico sopor que me provocaba la revisión de viejos tomos, por el penetrante aroma de un rastro que me llevaría a la captura de uno más de los interminables hijos de puta que surgían en la ciudad. Abandoné mis abundantes lecturas y, ya en el equipo de los hombres de acción, me dediqué a enjuiciar de mala manera, a esa gente que dedicaba su tiempo al estudio de cosas inútiles como la literatura, como el arte.

Luego de que se me destacó para investigar el caso del ahorcado, me vestí tan a prisa que olvidé mi revólver; ya de camino, lo eché en falta, pero no podía dar marcha atrás, pues Guillermo podía adelantarse y tomar fotos hasta terminar de prostituir la verdad.

Antes de bajar del auto, saqué de la guantera mi navaja Aitor automática y me la guardé en uno de los bolsillos del pantalón. La Aitor me había dado buenos servicios, sobre todo en las peleas cuerpo a cuerpo; apenas ponía un poco de presión en la mano y entraba a tope. No obstante, me desagradaba que, por más que lavara la hoja, no podía quitarle ese olor mezcla de diferentes sangres. Pero debía quitarme aquellas ideas: no se trataba de cazar hijos de puta en los barrios duros, sino de realizar una investigación dentro de un negocio tan poco violento como una tienda de libros de segunda mano. Antes de entrar a la librería, la pregunta que rondó mi cabeza fue ¿por qué un tipo decide terminar con su existencia aquí?

Al entrar, vi el cuerpo en lo alto, dando lentos giros, y vi a tres personas que lo contemplaban, una de ellas- de gran tamaño y con un chaleco de abultadas bolsas- sacaba fotografías. Esquivando las pilas de libros, llegué hasta el fotógrafo y le tumbé la cámara de un golpe.

-Sabes que eso está prohibido, Guillermo- dije, mientras pisoteaba el aparato.

-Eso no estuvo nada bien, nada bien- me respondió Guillermo. Habíamos estudiado la carrera juntos y, desde aquel tiempo, iba a todos lados con su cámara. Yo solía decirle: “Si quieres tomar fotos, sé reportero, aquí utilizamos el cerebro”. Y al final se convirtió en un maldito reportero.

-Cállate, Guillermo, conoces mis reglas- dije y pasé de largo hasta situarme bajo el cadáver que mantenía la lengua de fuera. Manaba algo de saliva. Una gota me cayó en la punta de la nariz. Me quedé quieto, con las manos en los bolsillos. A través de la temperatura y el olor de esa gota, pude calcular el tiempo del deceso: cinco horas, aproximadamente.

Desde chico fui bueno con todo lo relativo a mi nariz; tan larga y ganchuda que soy capaz de tocarla con la punta de la lengua. De hecho, fui un adolescente que se perturbaba por el más mínimo hedor y, sólo hasta que estudié criminalística, fui capaz, con la ayuda de mis maestros, de adiestrar el olfato y la sensibilidad del mejor de mis apéndices.

Soy capaz de oler el miedo. En aquella librería, manaba con más fuerza que el mismo tufo de los viejos volúmenes. Incluso, el miedo todavía fluía de aquel cadáver, cuya opaca mirada poseía un espanto parecido al de aquellos que, ya colgados, se dan cuenta del gravísimo error que han cometido. Varias veces pude descolgar a alguno con vida, y luego, por escrito, hablaba de esto. Desgraciadamente ya era tarde para aquel idiota

-Era un buen lector- dijo una voz a mi espalda. Me volví. Se trataba de un tipo delgado, de piel oscura, de unos treinta y cinco años, que se ayudaba de un bastón para andar, y que me tendió una mano de uñas bien recortadas; débil. Aunque se trataba de un buen sospechoso, con esa mano jamás habría conseguido hacer aquel nudo corredizo en esa soga áspera. Además estaba lo de su cojera. En fin, era un hombre disminuido.

-¿Y usted quién es?- pregunté.

-Soy Matías Zorrilla, el propietario- dijo. Le di la espalda y subí al tapanco, seguido por él, por Guillermo y por un viejo encorvado que, después supe, era un empleado. Nos detuvimos junto al barrote del que partía la soga. Miré la entrada de la librería. La gente se iba congregando atraída por el espectáculo de la muerte. Algunos llamaban por teléfono. Una luz de flash surgió de entre aquella muchedumbre; la foto había sido tomada por una mujer de buen escote y poderosas pantorrillas.

-¡A ver, gente, está prohibido sacar fotografías!- grité desde mi privilegiada posición en el centro de la balaustrada. Me sentí un dictador del siglo XX. Luego ordené a Guillermo: -ve y quítale el teléfono a esa perra, y corre a todos-. El reportero obedeció en el acto. Siempre supe imponerme. Miré las cámaras de seguridad empotradas en las esquinas del techo.

-¿Funciona el circuito cerrado?- pregunté a Matías Zorrilla.

-No, sólo es un circuito espantasuegras- dijo, mientras cambiaba su pie de apoyo.

-No estás en el circo, así que no digas payasadas- dije. Oí las protestas de la mujer; los murmullos de los curiosos que eran arriados fuera de la librería por aquel reportero de gran corpulencia y estatura. Recuerdo que hace años lo hice enfadar e intentó ahorcarme. Casi me asfixia, pero un rodillazo en los testículos acabó con su ímpetu. Fue la única vez que me atacó. Así son las relaciones entre condiscípulos, a veces, debes castigar incluso a tus propios amigos para que sepan quién manda, lo dijo Montaigne.

Estar allí, me provocaba tal clase de pensamientos. Uno se predispone; sigue el dicho aquel de: “a donde fueres, has lo que vieres”. Y yo sabía que en un lugar como aquel, la gente, incluso la que nunca había hojeado algo, trataba de sacar sus mejores garras culturales. Y estaba bien; la ciudad se convertía, velozmente, en un sitio turbulento, lleno de ladrones e hipócritas; estaba bien mamonear allí: recordarme un gran lector que se convirtió en un perro de caza; un destino de héroe-mierda: primero empuñar un libro para acabar empuñando una pistola, sin posibilidad de recitar fragmentos de Macbeth a los criminales que atrapara. Por eso en “El zorro sin patas”, tal era el nombre de aquel negocio, le di vuelo a mi mamonería y, de manera inminente, mis funestas habilidades.

Un día antes de acudir a la librería, planeaba tomarme dos días libres, pero el delegado, entre disculpas y promesas de unas vacaciones más largas, me ordenó hacerme cargo de la investigación:

-Las cosas no andan bien, necesito a alguien que resuelva esto de chingadazo. No hay nadie más que tú, amigo. Sabré recompensar este favor. Ya sabes, todo se hará a tu modo.

En el momento en el que Guillermo cerró la puerta cancel, cogí mi radio y llamé a refuerzos. Les ordené que acordonaran el exterior de El zorro sin patas. Llevábamos cinco años trabajando así: ellos estableciendo un cerco y yo investigando junto a los testigos más próximos y, en varias ocasiones, junto a Guillermo, quien solía decirme que todo mi éxito se debía a mi olfato.

El reportero era capaz de decir estas simplezas y, por eso, también toleraba mis órdenes y ataques. Ojalá que el destino del hombre se pudiera cumplir por la gracia de un buen olfato; así la vida sería como el sueño cumplido del estúpido cine: un héroe que va del punto A al B; un héroe-línea que, por más quiebres que dé, siempre llegará al final esperado. Pero la vida es viciosa y, casi siempre, abre un agujero que engulle a las esperanzas y también al final.

Guillermo subió al tapanco. Hablé:

-Muy bien, señores, soy el comisario Rosalvo Gómez. Todo saldrá bien si cooperan. Díganme, ¿quién de ustedes lo mató?-. En los semblantes del propietario y del viejo encorvado pude mirar el odio, el dolor, la indignación.

-Mi socio y yo no tenemos nada que ver- dijo el oscuro Matías Zorrilla a la vez que golpeaba el suelo con su bastón.

-Yo no soy tu socio; soy tu empleado- reviró el encorvado. La traición de los viles invadió mis fosas nasales. Le pegué una bofetada al viejo. Las piernas se le doblaron. Cayó. Comenzó a temblar. Mantenía la cabeza baja. Se sobaba la mejilla.

-El culpable siempre trata de librarse… ¿así que fuiste tú, ojo de perro?- dije al empleado.

-Yo, yo, ¿yo?, yo no tenía razones…- comenzó a decir, pero un llanto convulso le impidió continuar. El silencio de Guillermo era más pesado que su propio cuerpo. Miré al propietario, quien me sostuvo la mirada.

-Esto es un abuso- dijo al fin, envalentonado.

Le di un manotazo en la boca. Se desplomó al lado del encorvado. Una grieta de sangre comenzó a formarse en su labio inferior. No soltó el bastón.

-Así es, amigo, esto es un abuso- dije, para redondear mi lección. Guillermo había echado la vista hacia la entrada; tomaba notas mentales de lo que allí acontecía. Su memoria resultaba de gran ayuda a la hora de ensamblar las piezas de una verdad.

-Primera fase, señores: iré a beber un vaso con agua y, cuando regrese, me dirán quién de ustedes lo hizo. Entre más rápido se pongan de acuerdo, más rápido nos vamos- dije. Guillermo se quedó en el tapanco. Yo fui a la cocineta que se encontraba abajo, pensando en la mirada de espanto del cadáver y, también, pensando en un olor casi imperceptible que mi olfato acababa de notar.


Por otra parte, estaba seguro de que, al momento de inspeccionar las manos de mis prisioneros, no hallaría ninguna huella de la soga que violentaba el cuello de la víctima, mi olfato jamás fallaba: ni el propietario, ni el viejo, ni el muerto habían sostenido aquella cosa. La inocencia lo dificulta todo; obliga al investigador a suponer, a imaginar.


Al dirigirme hacia el tapanco, noté que mis dos detenidos cuchicheaban entre sí. Los silencié con un grito y reprendí a Guillermo por permitirles hablar. Dije a los tres que allí el único que tenía derecho de iniciar una conversación era yo. Un policía aprende muy pronto que no se puede avanzar sin pisotear al prójimo.


-Aquí pasó algo muy grave y lo vamos a solucionar. Son cuarenta años de cárcel por homicidio, pero si confiesan ahora, les puedo reducir unos quince; nomás por cooperar. Así que díganme, ¿quién mató a ese muchacho?

-Aunque nos pegues, puerco, no te diremos lo que quieres- dijo Zorrilla. Le di una patada en la pierna. Se contrajo de dolor. Comenzó a jadear.

-Nosotros no lo hicimos- terció el encorvado. Me sentí cansado. Allí apestaba a inocencia, a miedo, a libros viejos… de nada iba a servir que los moliera a golpes.

-Pasaremos la noche aquí, junto al colgado, para ver si las horas les refrescan la memoria o para ver si el verdadero asesino dejó alguna pista que sólo las sombras puedan delatar- dije. Protestaron. Dijeron que aquello era un secuestro, que demandarían a la policía. No les presté atención. Cogí mi radio y ordené que ampliaran el cerco a tres cuadras de perímetro. Avisé que pasaría la noche en El zorro sin patas junto a los sospechosos y junto al periodista Guillermo Silva, y que estuvieran listos para cualquier eventualidad.

-Bajaremos. Nos acomodaremos alrededor del cadáver- dije. El propietario y el viejo intercambiaron miradas. Me asomé por la balaustrada para ver el sitio en el que nos acomodaríamos: todo estaba repleto de libros:

-Le van a tener que chingar, amigos, quiero que en una hora me despejen esa área- ordené. Ellos se incorporaron trabajosamente y bajaron del tapanco. En una hora con diez minutos, dado que la cojera del propietario se había acentuado, el viejo encorvado terminó de despejar la zona. Consulté mi reloj: eran las seis y media de la tarde. Entonces ordené que nos sentáramos en torno del cadáver.

-¿Hasta cuándo, Rosalvo?- preguntó Guillermo.

-El tiempo que sea necesario. Hasta que uno de éstos confiese o demos con una pista que nos lleve al asesino.

-Pero es que esto tiene toda la facha de ser suicidio- replicó.

-Si quieres puedes subirte a una escalera y revisarle las manos, verás que no tienen rastro de la soga. Él no se suicidó, lo mataron- dije. El propietario se encontraba con las piernas estiradas y la mirada en el piso, su lisa calva era capaz de reflejar las últimas luces exteriores:

-Comisario Rosalvo- dijo-: pido permiso para hablar-. Yo sonreí con beneplácito y lo invité a que hablara.

-El día de ayer cerramos a las nueve, el chico, seguramente, se hallaba concentrado en un libro, sin hacer el menor ruido, por eso no nos dimos cuenta que se quedó encerrado; así era él, venía cada ocho días y casi nunca compraba: tenía poco dinero. Lo que sí hacía era revisar las secciones- agregó el propietario.

-¿A qué hora llegó el chico?- pregunté.

-Debió llegar a las siete.

-¿Cuánto tiempo tenía de cliente?

-Unos cuatro años.

-¿Notó algo extraño en su comportamiento?- pregunté, y el encorvado terció con una furia inusitada, quizá por el confinamiento, o porque le disgustaba estar sentado ante un cadáver:

-¿Extraño?, ¿extraño, dice?, ¡todo era extraño en ese hijo de la chingada!: preguntaba el precio de cincuenta libros y con suerte se llevaba uno. Nunca saludaba: era un pinche muertodehambre alzado. ¡Y encima nos hace esta pendejada! Me quiero ir a mi casa.

-Nadie sale de aquí hasta resolver el asunto- dije tranquilamente, y el encorvado pareció apagarse de pronto, igual que el propietario, y Guillermo. Permanecimos en silencio hasta las ocho, hora en que el reportero ordenó al encorvado que activara los interruptores de la luz. Aprobé la moción, porque ya nos encontrábamos en total oscuridad. Al cabo de un rato, con las luces a pleno, noté que el viejo se comportaba de manera extraña:

-¿Ahora qué te sucede, cabrón?- le pregunté, pues había comenzado a dar arcadas, como si fuera a vomitar.

-Perdone, es que el olor…, el olor es intolerable- respondió. Lo miré con desprecio.

-¿Cuál olor?, si aquí hubiera un olor, yo sería el primero en notarlo- dije. El encorvado y su patrón me miraron con extrañeza. Determiné que no habían oído de mí ni conocían otro mundo que el de los libros, los autores, los montones de papel.

-El comisario tiene un olfato privilegiado; puede percibir cualquier olor- dijo Guillermo.

-El cuerpo del muchacho se está descomponiendo. Nos vamos a enfermar- dijo el encorvado.


La mayor parte de mi atención se encontraba fija en aquel cadáver, cuyo rigor mortis resultaba un tanto extraño. Generalmente, los cuerpos suspendidos se aflojan a las pocas horas, tanto muscular como orgánicamente, pero el de ese muchacho apenas y había soltado baba; por lo demás, mantenía la rigidez en los miembros y ninguna secreción se había presentado.


Mientras realizaba esas reflexiones, vi que una mancha comenzó a expandirse en medio del pantalón del ahorcado, y luego un chorro de orina bordeó su zapato y decantó en el suelo, frente al medio círculo que mi ayudante, mis dos prisioneros y yo, formábamos.


-Con perdón, comisario, ¡pero esto es insalubre!- dijo el encorvado.

-He convivido con muertos desde los trece años; los he estudiado por horas, hasta viví con uno cerca de dos días, y jamás enfermé. Lo único despreciable es el hedor y los ruidos que los muertos producen, pero éste no ha soltado nada considerable, solo baba, y apenas ahora ha sido capaz de mearse- dije.

-Y entonces, ¿de quién proviene esta pestilencia?- reviró el encorvado. Ya no creí oportuno responderle.


En efecto, además del olor a miedo, había algo en el ambiente, algo que flotaba con el peso de un joven hedor: recio, cosquilleante, pero aquello no manaba de nuestro ahorcado y, desde luego, no era un hedor. Era otra cosa que estaba allí por causa del muerto; que lo ocupaba y que lo rodeaba, pero que no era producido por su organismo en descomposición. Era, ¿cómo anotarlo sin apartarme tajantemente de las memorias de un comisario en retiro? Imposible. Quien esto lea, tendrá que aceptar los hechos como una mezcla de contrarios, porque así está fundada la existencia humana y todas sus actividades. Aquello que flotaba en el ambiente era una suerte de elemento protoplásmico característico de los llamados “espíritus errantes”; algo como el sudor de tales espíritus, para hacer una analogía comprensible.


Aunque el elemento protoplásmico, cuyo nombre correcto es peri-espíritu sea, en verdad, bien distinto a cualquier secreción, ya que forma parte del mismo espíritu errante; se trata de una envoltura fluídica, ligera, y que es capaz de desprenderse del espíritu. Es invisible, normalmente, pero, en ocasiones, puede provocar fenómenos para denotar su presencia: los hombres llegan a percibirlo mediante los sentidos; cuando se hallan en presencia del peri-espíritu, algunos individuos sufren de urticaria, otros son capaces de escuchar la voz de los muertos; hay a quienes se les amarga el gusto, y otros, como el encorvado, llegan a percibir al peri-espíritu como un olor, casi siempre pestilente, porque los espíritus errantes no descansan en paz: si algo conservan de este mundo es el odio, y el odio apesta.


Sé de lo que hablo: fui enterado de estas cuestiones por mi retatarabuelo, durante el tiempo en que estuve muerto, pero no iba a contar esto a mis prisioneros: no me arriesgaría a que dudaran de mis palabras, pues eran, a fin de cuentas, sujetos inmiscuidos en asuntos de libros; intelectuales: gente mamona que nunca admitiría que cualquier sistema filosófico da las nalgas en cuanto el hombre pone un pie al otro lado del umbral de la vida. Tendrían que confrontarse, sin ayuda, con la realidad, y sufrirla, como alguien que recibe un madrazo mientras tiene las manos atadas.


-Ustedes dicen que no lo mataron; Guillermo, que fue un suicidio, y yo digo que si sigo sus afirmaciones, tendrían que decirme, ¿por qué este sujeto decidió acabar su vida precisamente aquí?- dije.

-Tal vez porque era su lugar favorito- el encorvado.

-¿Y cómo sabes que era su lugar favorito?

-Lo supongo: el chico venía cada semana y duraba horas. Quizás acabó muchos libros aquí, sin necesidad de pagarlos. No sé qué problemas tendría.

-Y usted, ¿qué opina?- pegunté a Zorrilla.

-Creo que la angustia lo mató- dijo.

-¿Angustia por qué?- pregunté.

-El encierro, la oscuridad, los problemas que traería: parecía un joven solitario, y quizá no le gustara ese modo de vida- el propietario.

No quería que se pusieran a hacer suposiciones sobre los problemas del ahorcado. Me interesaba lo inmediato; aquello que estuviera presente en sus últimas horas. Cambié la dirección de mi interrogatorio:

-¿La soga pertenecía a la librería?

-Sí. La ocupábamos para subir muebles pesados al tapanco. Claro que siempre pedíamos ayuda- el viejo encorvado.

-¿Qué tipo de libros compraba el ahorcado?- pregunté.

-De poesía, y algo de historia del país- Zorrilla.

-Pero más de poesía- dije.

-Sí, casi todo lo que compraba era poesía- Zorrilla.


El panorama se clarificaba. Allí teníamos, colgado como una tripa de carnicería, al lector de un género muerto, porque los poetas son seres que ya se extinguieron: los últimos murieron junto con la privacidad, a fines del siglo XX.


Una vez, un idiota me dijo que yo tenía una personalidad inverosímil, que un lector dedicado no encajaba en un policía. Yo le di la razón y agregué que le metería unos navajazos que también serían inverosímiles, igual que las heridas, y el dolor. Los intelectuales merecen que, de vez en vez, les partan su madre.


-¿Qué tipo de poesía leía?- pregunté.

-Poesía francesa, poetas alemanes: Hölderlin, Heine. Y también preguntaba por poesía del periodo clásico- el propietario.

-Pero le gustaba mucho la poesía del Siglo de oro español- dijo el encorvado. La suya era una afirmación mucho más íntima.

-¿Cómo sabes eso?- le pregunté.

-Porque escribía con las normas de esa poesía. Era bueno para el soneto y las liras…

-¿Cómo sabes?- interrumpí al petulante viejo. Pensé que, tal vez, cuando eso acabara, le rompería un par de costillas.

-El muchacho ganó un concurso de poesía al que convocamos. Nos mandó dos poemas: un soneto y una canción compuesta en liras. Estaban muy bien hechos y todos tenían como personaje a Garcilaso de la Vega; le gustaba mucho. Incluso ayer, le mostré un libro rarísimo: Las obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega…, una edición príncipe de 1549; se le llenaron los ojos de lágrimas, pero es un libro al alcance de muy pocos… Disculpe, cada vez huele más mal, no puedo seguir- dijo el encorvado y se cubrió la nariz con la mano.

-Quiero ver esa edición, ve por ella- ordené al viejo, quien se levantó y, evadiendo pilas de libros, llegó hasta una vitrina de estilo gótico, compuesta por cuatro estantes que revisó con gran cuidado.

-El libro no está- anunció, al cabo de diez minutos.

-¡¿Cómo que no está?!- gritó el propietario y enseguida, apoyado en su bastón, se levantó y fue hasta la vitrina. Ambos libreros revisaron una y otra vez, sin éxito.

-¡Reputamadre! ¡Es un libro de ciento cuarenta mil pesos! ¡Eres un pendejo! ¡¿Para qué lo andas enseñando?!- tronó el propietario.

-¡Tranquilos, cabrones!, a lo mejor el ahorcado nos puede contar lo que le ocurrió a ese libro- dije, y todos miramos al muerto. El silencio, otra vez, adquirió peso.

-¿Cree que Juan Miguel lo haya ocultado con la intención de llevárselo en un descuido nuestro?- me preguntó el propietario, cuando él y el encorvado regresaban al medio círculo. Guillermo y yo nos levantamos.

-¿Quién es Juan Miguel?- pregunté.

-Pues el muerto, señor- dijo el encorvado.

-Ah- expresé, porque los nombres no me importan. No vivo de nombres, ya que ninguno de ellos me ha indicado las causas de una muerte o el rastro a seguir. Alguna vez, perseguí a un asesino seducido por la heráldica, pero tal disciplina no me dio pistas para atraparlo ni para liquidarlo; más bien fue el característico olor de los cigarrillos Wiesenthal que se encontraba presente en todas las víctimas. Dicha marca es cara y, en ese tiempo, sólo se conseguía en dos establecimientos de la ciudad. Uno de ellos, se encontraba en el área de los asesinatos: una colonia de gente adinerada.

“Se trata de un asesino al que no le gusta moverse, gordo o viejo y, por supuesto, de altos recursos”, dictaminé entonces. Visité el establecimiento de aquella colonia: un almacén de artículos suntuarios. Apenas entré, mi nariz percibió un lejano aroma de tabaco Wiesenthal. Seguí el rastro sin atender a las preguntas de los numerosos dependientes. Me detuve ante una pesada puerta de madera. La abrí: era la oficina del dueño. Fumaba un Wiesenthal y, de sus uñas, brotaba un inocultable olor a sangre seca. Me dio las buenas tardes y le respondí con un tiro de gracia.


Días después me dijeron su nombre, pero ya no importaba; investigar ese dato del muerto es una vaguedad que dejo para mis subordinados. Pero el propietario de El zorro sin patas acababa de revelar el nombre de mi ahorcado: Juan Miguel, tan común y corriente como su rostro y su necesidad de darse a notar.


-El ahorcado huele a orines, a miedo y a libro viejo. Si hay una escalera, que alguien suba hasta él y revise su espalda, por dentro del saco- dije. El encorvado fue por una escalera, la puso bajo el cuerpo de Juan Miguel y subió. Palpó el saco, lo desabotonó y, a la altura de la región lumbar dio con un bolsillo cosido a la parte interna del saco. Del bolsillo extrajo Las obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega…, una obra con casi cinco siglos de olores, un contenedor de historias capaces de penetrar en el decurso de una lectura. Pero no, aquel libro había trascendido su utilidad en tanto proveedor de literatura, de poemas; ya era una totalidad en un reducido espacio; un objeto mágico en donde las civilizaciones se levantaban con su abanico entero de vicios y virtudes gracias al titán de los sentidos: el olfato. Aquella era una reflexión mamonsísima que llevé a cabo mientras miraba al viejo encorvado descender de la escalera, con el preciado ejemplar bajo el brazo.

-Ese maldito tenía una bolsa oculta. Quién sabe cuántos libros nos robó, pero las piezas son celosas, y el cabrón ya no ha de haber podido con el remordimiento, o a lo mejor supuso que le tendimos una trampa; ha de haber pensado que nuestras cámaras funcionan y prefirió matarse que pasar una vergüenza- dijo el propietario.


Por otro lado, la presencia del peri-espíritu iba en aumento, aunque ya no rodeaba al cadáver, sino al ejemplar que el encorvado resguardaba, con celo.


Cuando mi retatarabuelo me encontró en las fronteras del País de la Muerte, me dijo que le daba mucho gusto que un descendiente suyo fuera policía y visitador en vida; sostuvo que esto último, era un don que pocos obtenían y que, por ello, me premiaría con una revelación de provecho para un trabajo futuro; entonces me habló de los espíritus errantes, de sus porqués y sus comportamientos. Me dijo que todos los espíritus, sin excepción, arriban al País de la Muerte: “Por eso los errantes son antinaturales. Ellos retornan, hijo, porque alguien o algo los invoca: una persona o una acción desmedida, y sólo puedes ahuyentarlos, si se les despoja de su honor, si son hembras, o de su hombría si son varones” dijo mi retatarabuelo.

El encorvado entregó al propietario la querida obra y se sentó en el piso, víctima de un mareo que ya lo hacía menear la cabeza en círculos.

-Rosalvo, creo que éste va a vomitar- dijo Guillermo.

-Ayúdalo a pararse y que se largue al baño- dije. El reportero lo agarró por los sobacos y lo levantó de un tirón:

-Si vas a hacer tus porquerías, vete al baño, vejete- dijo.

-Qué chingaderas, qué chingaderas- murmuró el encorvado y ya no me quise contener. En esos instantes, el recuerdo de las horas que pasé muerto y las revelaciones de mi ancestro, aguijoneaban mis pensamientos. Antes de aquella noche, los sucesos de mi muerte fugaz, sólo habían sido pasajes curiosos de mi biografía. Mi desarrollado olfato era, en sí mismo, una rareza, pero el hecho de que las revelaciones de mi retatarabuelo se fueran volviendo útiles, me causaba un gran desasosiego.

-Las chingaderas las hizo aquel cabrón… y no nos queda más que aguardar lo inminente- dije.

Guillermo, quien me había asistido en numerosas contingencias, se despojó de su chaleco de reportero, se arremangó la camisa y empuñó un largo candelero que estaba en una mesilla de fierro.

-¿Qué van a hacer?- preguntó el propietario, con la voz y el rostro cubiertos por el pavor. Yo cerré mis ojos y aspiré muy hondo. Mi nariz se llenó con los centenares de rastros que poseía la edición príncipe de Garcilaso de la Vega. Olí la mierda seca de un caballo, unos guantes de mujer perfumados, la saliva de un mordisco; el pútrido vaho de un bibliófilo que acostumbraba a besar, cada noche, sus piezas más queridas. Olí la fragancia petrificada de una hoja de maple entre las páginas del libro; y los bordes de piel del encuadernado a la holandesa que lo protegía… La fuerte presencia del peri-espíritu era un latido de “animal levantado” y yo era el can maestro de esa cacería.

-Lo que presenciarán no tiene nada que ver con lo que creen. Allá arriba tenemos a la víctima de un espíritu errante, y la pestilencia que el viejo huele, es el rastro de ese espíritu- dije.

El semblante de terror y náuseas del encorvado, cambió a uno de incrédula ironía:

-¿Pero es usted un policía o un nigromante?- dijo. Entonces decidí que si tenía que arriesgar alguna integridad, sería la de aquel despreciable sujeto. Era la primera vez que me encontraba en una situación como aquella. Me sentía muy capaz de reconocer cada olor de este mundo, por eso aquella presencia, cuyo nombre había averiguado en ciertos volúmenes de parapsicología que conservaba en mi casa, me proponía ciertas veredas, ciertos caminos oscurecidos en el bosque del Ser. Me dirigí al viejo encorvado:

-Tu orgulloso escepticismo ha hecho que se te olviden las náuseas. Ahora vas a hacernos un favor, ya que tú no crees en estas cosas; subirás otra vez por las escaleras y revisarás en los bolsillos del ahorcado. Quizá traiga algo que nos ayude a resolver este desmadre.

-¿Qué revise de nuevo? ¿Me pide que revise de nuevo? No puedo. El olor va a hacerme volver el estómago.

-No te lo estoy pidiendo, te lo estoy ordenando- dije.

-Has lo que dice- terció el propietario, y allá fue el encorvado, peldaño tras peldaño, ágil como un muchacho de veinte años; llegó hasta el muerto y comenzó a esculcarlo. Durante el tiempo que anduvo arriba, no dio muestras de perturbación olfativa. Yo, por mi parte, me encontraba muy seguro de que el organismo del muerto, aún no comenzaba a descomponerse. Se encontraba pasmado de horror.

Cuando el encorvado regresó con nosotros, me entregó el reloj con leontina que antes mencioné, una billetera sin dinero y sin identificaciones, cuatro pesos, un llavero en forma de cruz con tres llaves; una carta de amor dirigida a una tal Antonia y una hoja plegada en cuatro que contenía un soneto, con la fecha de hace un día, y que llevaba por título: “Al príncipe de los poetas hispánicos. Soneto para ser leído en medio de la librería El zorro sin patas, la madrugada del 14 de octubre, fecha de la muerte del impar Garcilaso de la Vega, espejo de la poesía de todos los tiempos, pastor de los rebaños de Apolo, soldado de las musas”, leí el soneto: era afín a la poesía de este tiempo: aduladora, rítmicamente deleznable.

-¿Qué significa eso, comisario?- preguntó Zorrilla.

-Significa que Recamier tenía razón- dije.

-¿Recamier? ¿Ahora saca a un Recamier? No puede ser, parece que la pestilencia se fue de Juan Miguel y ahora está entre nosotros- dijo el encorvado.

-No parece, así es. Julius Recamier, teórico de la investigación policial, dice que todo detective que espere triunfar en una investigación, debe, en un primer momento, formular, cuando menos, tres hipótesis firmes, pero prepararse, de ante mano, para desecharlas a medida que la investigación avance. Este es uno de los principios de su teoría del prejuicio. Nos estábamos meando fuera de la taza, caballeros: lo que pasó ayer en la noche, fue que el muerto se quedó encerrado a propósito, esperando la madrugada de este 14 de octubre, en la cual, leyó su horrible poema a la memoria de Garcilaso de la Vega- dije, y luego, dirigiéndome al encorvado, proseguí-: el desmadre no habría pasado de un regaño, cuando al otro día, alguien sorprendiera al polizón, pero tú, por presumido, le mostraste la edición príncipe y le partiste la madre a su de por sí alterada psique- dije.

-Yo no lo maté, comisario- se defendió el encorvado.

-No digo que tú lo mataste, sino que le ofreciste un fruto peligroso, que él, como el imbécil que era, decidió tomar para su ridículo homenaje. Así, al punto de la media noche, se paró en el centro de la balaustrada, con la hoja del soneto en la mano derecha y la edición príncipe en la izquierda, y comenzó con su ceremonia.

-¿Y eso qué prueba?- dijo el encorvado.

-Sí, eso no nos dice nada sobre la muerte de Juan Miguel- el propietario.

-Eso no prueba nada, imbéciles, sino que nos indica que la ceremonia hizo encabronar a alguien- dije.

-¿Al asesino? ¿O a quién hizo enojar, Rosalvo?- dijo Guillermo, todavía con el candelabro en las manos.

-Al propio poeta español- dije.

-¿A Garcilaso? Eso es muy fantasioso- dijo el propietario.

-Pero es real: los espíritus no siempre se están quietos en el País de la Muerte; puede ocurrir que algo los altere tanto, que decidan volver.

-¿Esas son las conclusiones a las que llega nuestra policía? Con razón estamos tan jodidos- dijo el encorvado, con la voz enrarecida por un trapo con el cual se había cubierto nariz y boca. Guilleromo los paró en seco:

-¡Ya dejen de interrumpirlo, culeros!

Hacía mucho que no dudaba al momento de continuar con una investigación, pero mi olfato me indicaba que el peri-espíritu era cada vez más profuso, tanto, que Guillermo y el propietario por fin lo notaron. Medité unos minutos, con la mirada puesta en el ahorcado:

-Vamos a seguir los pasos del muerto. Subamos al tapanco- dije. Subimos.

-Ahora, alguien tendrá que sostener la edición príncipe, al tiempo que da lectura al soneto-. Guillermo dio un paso atrás, el propietario arrugó el semblante y comenzó a parpadear, como si no pudiera ver bien. El encorvado, le arrebató al propietario Las obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega… y dijo que él lo haría.

-¿Dónde debo ubicarme?- agregó.

-Allí, justo donde principia el nudo de la soga- dije. El encorvado se situó en el lugar indicado y comenzó la lectura de uno de los más engorrosos y adulones poemas que he conocido. De viva voz era mucho peor, pero el encorvado parecía emocionado; al llegar al primer terceto, se había descubierto el rostro, a fin de que su voz fluyera con claridad, pese a que el hedor aumentaba sílaba tras sílaba. Pero no bien terminó de leer la última rima, cuando un ventarrón que pareció generarse en el centro del vano, lo golpeó de lleno en el pecho, proyectándolo hacia atrás, hasta estrellarse con el muro de fondo.

El propietario cayó de espaldas, soltando el bastón. Guillermo se metió bajo una mesa de gruesas patas y yo alcancé a ponerme en cuclillas y a sostenerme de una de las esquinas de la balaustrada. Sin darme cuenta, empuñé la navaja Aitor. Luego de golpear al encorvado, el ventarrón no se dispersó: comenzó a recorrer las paredes del tapanco. A su paso dejaba un reguero de libros y papeles.

Cuando el propietario se repuso un poco del primer asombro, se arrastró hasta el encorvado, quien se dolía de un “dolor en la espalda”. Yo también fui hacia él, le quité la edición príncipe junto con el poema y me paré en medio del tapanco:

-¡Respetamos su memoria, poeta!- grité, convencido, y el ventarrón se concentró frente a mí y, poco a poco, adquirió la forma de una silueta humana rodeada por el peri-espíritu que también había adquirido un estado material semejante a la neblina.

-Entonces, ¿por qué ofendes mi eterno descanso con monstruosidades? En el momento mataré a todos, pues abominó de los ladrones y los malos poetas- dijo una voz cavernosa surgida de aquello que ya no era sólo silueta, sino un hombre barbado, con la espalda muy ancha, completamente desnudo y algo traslúcido. Miré de reojo a mis acompañantes. Apestábamos a miedo. Tuve que ser práctico:

-De estos que ve, poeta e insigne soldado, sólo dos son culpables de tales abominaciones: uno yace colgado, cumpliendo el castigo que tus justas manos le han impuesto, el otro se encuentra a mi espalda, aguardando tu postrero juicio: es aquel viejo que se atrevió a releer los horrendos versos- dije.

El terrible espectro refulgió y cruzó en una ráfaga hasta el encorvado. El propietario apenas tuvo tiempo de hacer a un lado. Garcilaso de la Vega cogió entre sus manos el delgado cuello del viejo y comenzó a retorcerlo. Dolido por tener que finiquitar mi trabajo, aproveché ese momento: frente a mí tenía al espectro de un poeta auténtico, pero furioso y, por ello, impredecible. Me acerqué veloz y sigilosamente. Garcilaso mantenía las piernas semiabiertas, perfectamente apoyadas. “No me falles” rogué en mi fuero interno y seguí los consejos de mi ancestro: con una mano, prensé los cojones del poeta y, con la otra, cuya extensión era la navaja Aitor, lo capé de un solo tajo, como si, en lugar de ser el insigne poeta de las églogas, fuera un simple toro salvaje.

Los gritos del espectro se confundieron con los míos, con los de Guillermo, con los del propietario. El cuerpo de Garcilaso de la Vega brilló, luego se convirtió en ventarrón y, finalmente, tumbando libros por todos lados, desapareció igual que la bolsa escrotal que yo todavía creía sostener en mi mano izquierda, inutilizada por una parálisis que me duró varios meses. Todo quedó en silencio.

-Comisario… comisario, ¿qué vamos a hacer?- dijo el propietario al cabo de una hora.

-Guillermo, sal de ahí- dije.

-Comisario, Marcelo está muerto, ¿quién va a creernos esto?- continuó el propietario, mientras se ayudaba de su bastón para ponerse en pie. Guillermo salió de su escondrijo.

-Nadie tiene por qué creernos. Guillermo, quiero que tomes nota- dije. El reportero bajó por su chaleco en el cual siempre traía una libreta. Cuando regresó, los tres nos reunimos en medio del tapanco.

-Reporte: siendo las… diez cuarenta y cinco de la noche, del 14 de octubre, mientras nos encontrábamos en plena recreación de los hechos, el propietario de la librería El zorro sin patas, de nombre Matías Zorrilla, sufrió una locura momentánea que lo hizo matar a su empleado, de nombre Marcelo. El periodista Guillermo Silva y quien esto escribe, comisario Rosalvo Gómez, nos encontrábamos en la parte baja del recinto, tomando pistas para dar con el responsable de la muerte que venimos a investigar…-. El propietario se sentó en el suelo, no dijo una sola palabra, continué-: al oír los violentos ruidos de una lucha, el reportero y yo subimos a prisa, pero ya era tarde; Matías Zorrilla había ultimado a Marcelo a traición. Luego de este incidente, el propietario confesó ser el autor del primer asesinato, mismo que llevó a cabo, junto a Marcelo, para darle un escarmiento a la joven víctima que permanece colgada a la espera del forense. Punto y aparte.

“Propietario y empleado, decidieron asesinar al joven, luego de sorprenderlo tratando de robar un libro del año 1549, valuado en ciento cuarenta mil pesos, pretendían descolgarlo al amanecer del día de hoy, pero el periodista Guillermo Silva, al pasar por el negocio, hacia las ocho cuarenta de la mañana, noto algo extraño y decidió esperar, dando pie a la presente investigación”-. Esto y poco más dicté a Guillermo. Posteriormente, guardé en mi bolsillo la navaja Aitor, junto con el soneto del ahorcado, y llamé al equipo forense y a cuatro agentes de mi confianza, quienes se llevaron al propietario esposado, rengueando. De algo le sirvió estar lisiado y contar punto a punto, lo que había visto aquella noche, pues fue condenado a pasar el resto de sus días en una clínica psiquiátricas para criminales.

Regresé al trabajo sin tomarme ni un día de vacaciones, intentando olvidar, en el vaivén de los deberes, la furia y la presencia de Garcilaso de la Vega, a quien pude dejar en este mundo, como espectro guardián de las viejas ediciones y de la buena poesía, pero sé que la imaginación no me habría dado para encubrir todo el oleaje de asesinatos que el poeta hubiera llevado a cabo razonablemente, porque en esta ciudad dos cosas son cada vez más abundantes: los criminales y los malos poetas. Y, lo digo con conocimiento de causa, es más fácil acabar con los primeros que con los segundos.


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