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VIAJES

Vamos a celebrar en medio del trayecto veloz. Miremos cómo el tren se marcha sin nosotros; como ruedan los días, cuánto duelen las voces. Vamos a entrelazar nuestras palabras, a enaltecer con ellas esto que somos, este puño extendido que festeja el hallazgo de estar vivos.

Todos encuentran algo: unas pastillas, una usb, un lloro, algo. Hasta un niño perdido o un loco abandonado en el momento de indiferencia nos hace cargo. Pero lo que se queda, aquello fijo en solidez científica, lo más sin tesitura, sin espíritu: pastillas, usb o billete que brota la sonrisa y su prisa, es lo que va pegado en los bolsillos contagiándonos su destino que pasará ante nosotros como una carroza fúnebre de alguien que nunca saludamos.

Alguien se ha sentado junto a mí sin cotejar su boleto con el recuadro indicativo del número de asiento. No es alguien cualquiera, sino “la cualquier cosa”: ella, la presente dondequiera, llámenla como quieran durante las tres horas que durará mi viaje. Ella me mira en el reojo del sujeto que se sienta a mi lado, y ríe en su sonrisa al mirarme asustado.

Pero alzaré las manos cuando mire a mis padres, aunque detrás mío vengan quienes perecen en la invisibilidad de este silencio que nuestra alegría pisa; nos daremos los bienes para no llenar de malas noticias las arrugas y apretaremos muy hondo los hallados amuletos de suerte.

La fotografía de la muerte yace en mi cuello. Sonríe la carne con su abrupción pasiva, pone trampas de nódulos y voces, para que muera de hambre y no de miedo.

El día que ella venga no estaré aquí. Me iré con los abuelos, con mi hijo dormido. No le daré mis pechos para que los reviente, no le daré mi ovario silencioso, para que crezca en él su niña roca. No dejaré que bese mis axilas, ni que siembre en mis ganglios su semilla. Iré a plantar sandías en el huerto arrasado, en que estuvo mi infancia, sólo tres días.

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