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Catardo

por René Rueda



I

Juan Manuel suele visitarme en las pesadillas, aunque han pasado muchos años desde la última vez que lo vi. En ocasiones, apenas cierro los ojos, sus manos me estrangulan hasta que logro despertar; en otras, me sueño en una reunión familiar o un encuentro fortuito con alguien del pasado, soy feliz, pero algo me tira de los tobillos, abro los ojos y miro a Juan Manuel al pie de mi cama. El tiempo no ha menguado su odio.

Nos conocimos en la adolescencia, en el primer día de secundaria. Muy pronto, Juan Manuel demostró que era un artefacto de estrictez y galanura, por eso los demás chicos lo envidiaban; sugerían que sus habilidades se debían a la buena posición económica de su familia.

Me hice su amigo porque quería ser como él: entregar las tareas a tiempo, ser el mejor en los deportes, dejar mi nombre en la memoria de aquellos que acompañaban mis días. Pero sólo fui el que suspiraba en las tardes por las chicas que cruzaban a mi lado en busca de Juan Manuel, quien me daba lecciones de boxeo y matemáticas.

Siempre festejó mi imaginación. Al leer mis historietas, decía que iba a ser algo grande en la literatura o el dibujo, y aun cuando me convertí en el peor alumno del grupo B, no me retiró su amistad.

Recorríamos las calles de Chilpancingo sin que el calor hiciera mella en nuestro ánimo. En ocasiones tenía que abandonarme a mitad de una caminata para llegar a una cita con alguna de sus tantas novias. Yo le deseaba suerte. Lo admiraba.

Sus objetivos eran muy claros desde entonces, quería estudiar medicina, casarse, ser dueño de un hospital para pobres. El día que terminamos la secundaria me estrechó como a un hermano menor: “No dejes de inventar historias, carnalito, y algún día la harás en grande”, dijo al despedirse. Había obtenido una beca para continuar el bachillerato en algún estado norteño. Más tarde, sus logros académicos lo llevaron lejos del país, mientras yo me instalaba en la Capital para estudiar una licenciatura.

Le perdí el rastro. De hecho, cuando mi madre y mi abuela murieron, Chilpancingo y sus habitantes dejaron de interesarme. Eché raíces en la gran urbe y el único lazo que mantenía con mi provincia era a través de Vane, una amiga a quien también conocí en la secundaria.

Vane me llamaba por lo menos una vez al mes para saber cómo me encontraba, preguntarme por el clima y mi postergado regreso a Chilpancingo y encargarme relojes antiguos para su colección. Cuando localizaba alguno que valía la pena, le mandaba un mensaje de texto para informarle sobre el costo. Ella me depositaba la cantidad, más los gastos de envío y una bonificación.

A través de Vane me enteré de la vida de algunos compañeros de secundaria: Juan Manuel, luego de viajes y posgrados, sucumbió a la añoranza del sur. Vane me contó que fungía como director en un hospital privado de Iguala, a ciento siete kilómetros de Chilpancingo; de vez en cuando se tomaban un café y platicaban del pasado.

Juan Manuel seguía soltero. El prestigio adquirido como médico contrastaba con sus amoríos frustrados; estuvo a punto de casarse, pero la novia nunca llegó al altar. “No sé qué tengo, Vane, no sé por qué no puedo ser feliz”, comentaba frecuentemente el joven médico, mientras el vapor de un café americano jugueteaba en su rostro.

Por mi parte, no me fastidiaba buscar relojes. Aprovechaba mis caminatas por los mercados de antigüedades para idear estructuras, personajes, argumentos. La suerte parecía sonreírme. A los veintiséis años firmé mi primer contrato editorial. Mis historias de amor desesperado agradaron al público y en menos de un lustro adquirí renombre. Pero no voy a convertir estas páginas en un recuento de los éxitos que obtuve, al contrario: pretendo rendir un testimonio de mis errores.


II

La noche del veintinueve de septiembre de mis treinta y dos años, comenzó el suplicio. Vane llamó.

–Amigo, ¿cómo te encuentras?

–Muy bien, ¿y tú?, ¿qué cuenta Chilpancingo?, ¿ya es tiempo de buscar otro reloj?

–Ahora no te llamo para eso. ¿Estás en tu casa?… tengo que darte una noticia.

–Si es mala, no la quiero saber– bromeé.

–Es mala, Horacio, y creo que es injusto que sea yo la que tenga que dar este tipo de noticias.

–¿Qué pasa, Vane?, ¿todo bien con tu familia?, ¿estás bien?

–Se trata de Juan Manuel, lamento decirte que falleció.

Las piernas me temblaron, los recuerdos, a borbotones, saturaron mi pecho. Mi voz se quebró cuando dije:

–No puede ser, ¿qué le pasó?–, ella comenzó a llorar:

–Falleció en un accidente automovilístico, no sabemos si chocó o se fue a algún barranco. El accidente fue por Iguala. Trajeron el cuerpo a su casa hoy por la mañana, y lo van a enterrar en Ometepec, él y su familia son de allá, ¿recuerdas?

“Asistí a la misa de cuerpo presente, Juan tenía el ojo derecho suturado y muchos moretones, le pusieron el traje que utilizó en su graduación de licenciatura”.

Me despedí de Vane entre sollozos que se convirtieron en llanto desconsolado cuando me tendí en la cama, porque tras esa muerte, además del recuerdo de la amistad que Juan Manuel y yo forjamos, también pervivía una historia que sólo me concernía a mí.


III

La historia se lleva a cabo en la Capital, soy un joven de diecinueve años recién llegado de Chilpancingo. Curso el primer semestre de licenciatura. Vivo en una pensión estudiantil. Una pesadilla marca mi existencia: suena el teléfono, contesto. Alguien que no se identifica me pide que acuda lo más pronto posible al Hospital General. Intuyo que se trata de una ex novia que está por parir, o que ha parido, una hija mía. Salgo de casa. Abordo un taxi. Al arribar al hospital, una enfermera me conduce por estrechos corredores con puertas blancas a los costados. Nos detenemos frente a una. “Lo esperan”, dice. Giro la perilla. Empujo con cuidado y veo a Juan Manuel postrado en la cama donde debería estar la parturienta. Al despertarme lloro.

Integro la pesadilla al inicio de una novela donde el personaje principal es un poeta alcohólico que posee tendencias suicidas y que se ha divorciado siete meses atrás. Una mañana, el poeta sale de su departamento. Se encamina hacia la carretera de alta velocidad que se encuentra a cinco calles de su hogar. No saluda a los vecinos que se le atraviesan; el cuerpo ansioso quiere saltar contra los autos, culminar sus días atropellado. “Veinte millones de habitantes menos un suicida; un suicida más, o menos, con los aleteos de inaccesibles alegrías y los pies como dos mamíferos idiotas al encuentro del fin…”. Pero un personaje conformado con los rasgos y el nombre completo de Juan Manuel reconoce al poeta, lo coge del hombro y lo saluda. Cruzan palabras de aliento. Juan Manuel refiere que sale a correr todas las mañanas. Vive solo, su familia se ha trasladado a Sudamérica y él no ha podido marcharse debido a su trabajo. Se despiden, se desean buena vida, intercambian números telefónicos.

Días más tarde, el poeta recibe una llamada. Alguien que no se identifica le pide que acuda lo más pronto posible al Hospital General; intuye que se trata de su ex mujer que está por parir, o que ha parido, una hija suya, y todo lo demás.

Contrario al sueño, la novela debe correr: el poeta llega a la cama donde debería estar la parturienta y toma del cuello a un Juan Manuel convaleciente que recibe suero y yace conectado a un respirador artificial. Lo han apuñalado brutalmente en el interior de un hotel y, apelando a la discreción, pidió que llamaran a ese número, “el de un viejo amigo”. Pero el poeta, agitado por el terremoto que ha destruido sus ilusiones, azota al paciente contra la cabecera de la cama para después huir enloquecido, mientras Juan Manuel Leyva Solano muere.

Imaginé el rostro deshecho de mi amigo, las piernas desguanzadas entre fierros, la sangre. Busqué en internet noticias que dieran cuenta del accidente. Encontré una breve nota en El Informante de Iguala. En efecto, “pereció en un accidente al chocar su compacto contra el talud de una curva; se rompió el cuello y un limpiaparabrisas se incrustó en su ojo derecho. El examen forense reveló que manejaba ebrio”. Sobre el comedor de su casa paterna dejó una pequeña nota que decía: “Como vine y no los encontré, me voy solito a festejar”.

Aunque su fallecimiento era producto de un accidente, me sentía culpable. Después de todo, bautizar a un ente de ficción con el nombre de un ente real, y matarlo, era un deseo de muerte velado. El llanto me sorprendía a cualquier hora, en el metro, en el cine, en los parques. Había quienes se detenían para ofrecerme ayuda, pero yo seguía de largo, me avergonzaba; no podía contarles el porqué de mi tristeza, a riesgo de que me tomaran por un monstruo. Decidí que lo mejor sería rendir tributo a Juan Manuel. En adelante, en cada cuento o novela que escribiera, aparecería como personaje anecdótico o episódico, vivo hasta el final ese entrañable muerto que ya se pudría en un ataúd, con el ojo derecho suturado, las piernas rotas y el abdomen trabajado por larvas. Imaginé el dolor de su familia, de sus conocidos.


IV

En los primeros meses que siguieron a su muerte, yo escribía y lloraba. Sabía cuántos días exactos llevaba muerto Juan Manuel. Las llamadas de Vane incrementaron; tenía miedo de morirse: “Es el primer muerto de nuestro grupo, la muerte nos ha visto”, repetía. La invité a pasar una temporada en la Capital; ella prometió venir cuando su carga de trabajo disminuyera.

Un nuevo contrato editorial y viajes y entrevistas arribaron a mi vida. En el ajetreo se disolvieron mis congojas, había días en que sólo me ocupaba del presente. Fue una temporada fructífera en la que estructuré varios proyectos de novela. Hasta que una noche, casi doce meses después, al regresar a casa luego de un viaje, me quité los zapatos y encendí el televisor.

Sintonicé un noticiario. El conductor entrevistaba a un comediante. De repente le dieron un aviso. Se disculpó con su entrevistado y anunció que transmitiría un hecho lamentable ocurrido minutos antes en la estación 13 del Metro.

Mientras un corresponsal narraba el suceso, las imágenes, extraídas de las cámaras de seguridad instaladas en los andenes, mostraron con nitidez un pasillo repleto de gente, a continuación la llegada del tren. Después gritos. La gente corría y se peleaba por ingresar a los vagones o por huir a través de las escaleras. Posteriormente, apareció en escena un sujeto con una palidez cadavérica: tenía el ojo derecho suturado, empuñaba una pistola.

“Así es, Andrés, luego de que un sujeto no identificado abriera fuego contra seis personas, logrando matar a cinco, fue abatido por elementos de la policía judicial capitalina, quienes le dispararon en repetidas ocasiones. Los expertos ya investigan para dar con la identidad del multihomicida, quien mantenía en su poder una pistola escuadra calibre 32. La estación 13 permanece acordonada. Ya fueron retirados los cuerpos de las víctimas. También se han atendido diversos casos de histeria…”, dijo el corresponsal.

Apagué el televisor. No dormí esa noche ni la siguiente. Al cabo del tercer día decidí contactar a Vane, quien no estaba al tanto de la noticia aunque apareció en las primeras planas de los diarios. No me sorprendí, la mayoría de la gente vive inmersa en sus propios problemas; sólo piensa en trabajar, comprar y tener buena salud. Vane prometió revisar la noticia a través de internet. Diez minutos después, cuando su nombre apareció en la pantalla de mi teléfono móvil, sentí pavor: “Es él, Horacio, ¿cómo es posible?”, dijo.


Noticias del veintitrés de septiembre:

Desaparece el cuerpo del “Asesino de la estación 13”

Ayer por la tarde, personal del Servicio Médico Forense de esta ciudad, reportó la desaparición del hasta ahora no identificado “Asesino de la estación 13” del Metro. En entrevista, el médico Pablo Escobar, especialista en dactiloscopía, reveló que, desde cuarenta y ocho horas antes, él y su equipo realizaban pruebas al cadáver para dar con su identidad, cosa que hasta el momento de la desaparición no consiguieron.

La falta del cuerpo lleva las investigaciones hasta un callejón sin salida, pues nadie dentro del mismo SEMEFO atestiguó la extracción del cadáver.

Por otro lado, el arma que el asesino utilizara para llevar a cabo sus crímenes, ha sido plenamente identificada. Se trata de una pistola reglamentaria, tipo escuadra, calibre 38 especial, perteneciente al oficial de policía Rubén Caro Fernández, quien fue estrangulado en el interior de su patrulla la madrugada del 19 de septiembre, fecha en que ocurrieron los asesinatos. A la lista de delitos del hasta ahora conocido como “Asesino de la estación 13”, se suma la muerte del oficial Caro Fernández, quien deja una viuda y dos huérfanos.


–Horacio –dijo la voz de Vane–, hablé con Martín, dice que él y todos en su casa están asustados por la noticia, pero no han querido avisar a las autoridades, están muy cansados y tristes y lo que menos quieren es la intromisión de los medios. No puede creer que el asesino de la estación 13 sea idéntico a su hermano. Dice que mañana viajarán a Ometepec para ofrecer una misa por el reposo del alma de Juan, y que su papá decidirá si abren o no la tumba. Martín piensa que esto servirá para calmar las crisis que le dan a su mamá, pobrecita, ella ha sido la más afectada, lleva días sin dormir ni comer…

“Voy a ir con ellos, hablé para avisarte, porque me pediste que te mantuviera al corriente de lo que sucediera por acá… ¿cómo dices?… no creo que sea necesario… está bien… de cualquier modo nadie de su familia se ha de acordar de ti”.

Ante la familia de Juan me hice pasar por novio de Vane. Al culminar la misa dirigida por un joven sacerdote, llegó un sepulturero. El ataúd quedó al descubierto luego de quince o veinte minutos de excavar. El sepulturero dio un trago largo a la botella de mezcal que traía consigo y metió una barreta entre la caja y la tapa. Palanqueó una vez y la tapa soltó un cúmulo de polvo que, al disolverse, nos dejó ver un ataúd en el que reposaba un saco negro y desgarrado, pero no había piel petrificada ni cabellos ni uñas ni huesos: nuestro amigo había desaparecido. La madre de Juan se puso a gritar, Martín y su padre trataron de controlarla, el sacerdote huyó, Vane y yo nos abrazamos, el sepulturero apuró hasta el fondo su botella.


V

Regresé a la Capital esa misma jornada, Vane dijo que pediría unas vacaciones y me alcanzaría; necesitaba reposar, alejarse. Días más tarde fui por ella a la Central del sur, traía una enorme maleta que acomodé en la cajuela de mi automóvil. No quiso utilizar la habitación de huéspedes. “Tengo miedo”, dijo, mientras su mirada, anegada y abierta, redondeaba una plegaria.

Acostados en la misma cama, piel con piel, nos fundimos en una mezcla desesperada de temor y voluptuosidad. Ninguno de los dos se arrepintió, los recientes acontecimientos se habían encargado de reunirnos.

“Vine aquí para que nos hagamos una limpia”, dijo Vane apenas despertó. Dejé de abrazarla. Yo no creía en limpias ni en Dios ni en nada. “Si no crees, ¿por qué te afecta igual que a mí lo de Juan?, puede ser que hayan robado su cadáver, ¿te das cuenta?, ¿o qué piensas?”. Entonces le conté la historia que hasta esos momentos sólo me concernía a mí.

Los pasillos del Mercado Rojo estaban atiborrados de consumidores y minoristas que anunciaban a gritos sus productos milagrosos. En las pequeñas accesorias no había un solo espacio libre. Por doquier se alzaban santos de toda índole, talismanes, veladoras, esencias, animales disecados. Una profunda gama de olores flotaba en el ambiente, en ella creí distinguir el del sándalo, el del copal, el del tabaco y el de hierbas podridas.

Nos acercamos a una mujer que, junto a una figura de la santa muerte, anunciaba lectura de cartas, amarres, limpias. Las arrugas de una madurez mal llevada surcaban sus mejillas, unas leves ojeras se tendían al pie de su mirada. “Buenas tardes, necesitamos ayuda… nos ocurre esto…”.

Vane fue la primera en someterse al ritual de limpia. No ocurrió nada extraño, pero a mitad de la mía, la mujer se detuvo porque le dio un ataque de tos. Intentó reanudar su trabajo, pero la tos regresó una y otra vez hasta hacerla regurgitar una materia verde revuelta en sangre.

–Esto es más grave de lo que pensé– dijo.

–Sí, se nota, mejor volvemos otro día– confirmé.

–¡No!, tú tienes un problema muy grande, y si quieres que no pase a mayores será bueno que me sigan.

Atravesamos la zona de herbolaria y unos viejos almacenes donde el trabajo de carga y descarga no cesaba. Nos internamos en una especie de vecindad en ruinas. Ascendimos una escalera de caracol y continuamos por un corredor sin barandal.

Ante una puerta color ocre hicimos alto. La mujer nos advirtió que después de cruzar esa puerta ya no habría marcha atrás. Yo pensaba en los diferentes tipos de secuestro, me imaginaba a mí y a Vane amordazados, golpeados, sin más realidad que una muerte próxima.

–Él te podrá ayudar, pero nos va a salir caro a todos–. La advertencia de la mujer me sacó de mis cavilaciones:

–Claro– respondí–, casi lo olvido, ¿cuánto nos va a cobrar?

–Ahorita no te estoy pidiendo dinero. Espérate a hablar con él, y no olvides que al entrar, no habrá marcha atrás.

Ingresamos a una habitación forrada de libreros. Esperaba encontrarme con un hábitat distinto, con talismanes dispuestos en los muros y figuras icónicas como imaginaba que debía ser la casa de un curandero. El viejo que nos recibió resultó aún más desconcertante; poseía rasgos afilados, no medía más allá del metro sesenta y tenía un cuerpo extremadamente macizo para la edad que la mujer le atribuyó: ciento diez años. Se presentó como uno de los nigromantes más poderosos del país. Su español no estaba afectado por coloquialismos o giros regionales. Repasó mi cuerpo con un ramo de margaritas, me puso en medio de un círculo de fuego y me exigió que invocara al Ser Supremo para pedirle que me librara de la aflicción. Posó sus manos en mis sienes y luego se dejó caer en una silla de madera. Cerró los ojos. Comenzó a tiritar. La mujer lloraba copiosamente, mi corazón latía con furia.

Al regresar del trance contó lo que vio y oyó en el País de la muerte. Dijo que vio a Juan Manuel, triste porque le dijeron que su lugar ya había sido ocupado, de modo que pasaba a formar parte de la desdichada legión de los catardos; aquellos a quienes se les niega el derecho a descansar en paz, porque ya han muerto en las fantasías de otros. Juan Manuel quedó sentenciado cuando el destino decidió que yo lo matara en la ficción. Ese develamiento que el viejo no tenía modo de conocer sino a través de la adivinación, terminó por cimbrar los últimos territorios de mi racionalismo.

“Es que el mundo no es solamente uno, prosiguió, y si tú metes a alguien a un mundo al que no pertenece, por fuerza va a repercutir en el otro. Es igual que arrebatarle el alma o manchársela con una maldición. Por eso hay una infinidad de hechizos de protección y daño, porque el alma es más frágil que el cuerpo, aunque las religiones digan otra cosa.

“Cuando a tu conocido le dijeron que tenía que regresar al mundo de los vivos, se angustió; vagó muchos meses en aquel país sin encontrar reposo, luego comenzó a ver el lado bueno de las cosas, pensó que si regresaba a su familia le daría gusto. Entonces atravesó el umbral. Pero cuando retornó a la vida, de lo único que tuvo ganas fue de asesinar. Esto le ocurre a todos los catardos”.

Tomé a Vane del brazo:

–Saben qué– dije–, creo que mejor nos vamos.

–Ya se te dijo que no hay marcha atrás. Ahora te voy a decir lo que siguió– su mirada horadó mi alma. Me sentí mareado, el rostro de Vane estaba descompuesto en una expresión horrible–: ya que tu conocido logró salir del cementerio, caminó largamente en la carretera, pues algo, un presagio de multitudes o una sed de venganza, lo atraía a la Capital.

“Luego vino lo del Metro, los policías que le dispararon, y otra vez, tu conocido en el País de la muerte, preguntando si ya le podían dar reposo, le contestaron que no, sin darle explicaciones. Hubo de regresar. Cada vez que lo maten regresará, ya sólo queda una solución.

“Un catardo odia, más que a nadie, a la persona que lo condenó a su estado, pero no sabe quién es hasta que alguien más se lo revela, en este caso, seré yo quien le diga tu nombre cuando lo vuelvan a abatir y pueda encontrarlo y hablar con él, porque sólo se puede hablar con un catardo en el más allá. Mientras, viajarás hasta la tumba de la que emergió y recogerás unos cuantos puñados de tierra. Cuando hayas cumplido esta encomienda, no dejes de seguir las noticias, y en cuanto ocurra algún crimen extraño, aquí en la ciudad, regresa a verme”.


VI

Al caer la tarde, Vane y yo partimos rumbo a Ometepec. Arribamos al pueblo costeño hacia la once de la noche. Estacioné el auto junto a la verja del panteón iluminado por la luz de la luna. Unos gatos en celo se correteaban entre las tumbas; sus gritos, semejantes al llanto de un recién nacido, me estremecían. Yo cargaba una pala; Vane, el frasco en el que recogeríamos la tierra y una linterna. La tumba de Juan Manuel se encontraba al oriente, no fue difícil hallarla.

“Dios, has que se larguen esos gatos”, pedía Vane cuando los felinos corrían junto a nosotros. Hacía calor. Recordé las palabras del viejo: “No tengas miedo, lo último que el catardo quiere es regresar a su tumba. Deberás excavar un poco, no recojas la tierra de la superficie, sino la que se encuentra más abajo; de ser posible, la que está justo encima del ataúd”.

La verja del cementerio chilló cuando la abrimos para salir de allí. El pueblo de Ometepec dormía. Los gritos de los gatos retumbaron en mi cabeza aun cuando atravesé, a ciento veinte kilómetros por hora, el arco de Tlalpan. Sólo pensaba en abrazar a Vane o despertar en la cama de un hotel en una de mis tantas giras; quería que todo terminara y realizar cosas que hasta ese momento no me habían importado: vender mi casa, cambiar de nombre, tener una familia; pedir a Vane en matrimonio, irnos de vacaciones, o mejor, irnos del país hasta un lugar donde olvidáramos todo lo ocurrido.

Como una pareja morbosa, esperamos la noticia de un crimen extraño. Por fin, el 5 de octubre, en el noticiero matutino se transmitió, en vivo, un atentado perpetrado en una secundaria de la colonia Constitución. Seis estudiantes y tres profesores murieron. El homicida fue acribillado por un helicóptero de la Policía Federal, era idéntico al “asesino de la estación 13”.


VII

Tras la puerta ocre nos recibió la mujer. Sus ojeras, apenas perceptibles la primera vez que la vimos, ahora eran profundas como dos lunas negras. Nos invitó a persignarnos antes de pasar. El viejo yacía en un sillón.

–Este evento lo ha debilitado– dijo la mujer.

–¡Cállate!, soy yo el que hablará. El catardo está a punto de abrir el ojo. Abandonará la morgue aunque hayan puesto vigilantes; si intentan detenerlo, los matará. Nunca podría vencer a un montón de policías, pero dos o tres son nada para él.

“Hoy no quiere asesinar multitudes; tiene un objetivo más atrayente. Le costará trabajo dar con tu casa, porque esas criaturas no tienen buena orientación, pero a fin de cuentas la hallará.

“Después de que vi lo del atentado, me hundí en el País de la muerte. El catardo ensombrecía los sitios por donde cruzaba. Un pantalón hecho trizas cubría sus piernas, llevaba la camisa empapada de suciedad, era alto, correoso y pálido; lo único que alteraba su palidez era ese montón de moretones que llenaba su cara y su cuello. Le di alcance frente al umbral. ‘¡Catardo!’, le grité. Él se volvió. Su único ojo refulgía con un rencor que jamás había presenciado. Recordé la primera vez que oí acerca de esos monstruos; Arioc, mi amparador, me contó que él había destruido a cuatro.

“Al venir hacia mí, extendía sus manos para apresar mi cuello; esas criaturas sienten una debilidad especial por estrangular a sus víctimas, pero no le di oportunidad: ‘¡Catardo!, repetí, no puedes descansar en paz y es por culpa de alguien’. El deseo de matarme latía en su cuerpo, mas lo que dije lo detuvo: ‘Yo sé quién fue’. Su ojo se dilató, una voz gutural brotó de sus labios como un machetazo: ‘Di su nombre’ dijo”.

La mujer me entregó un revólver con ocho tiros, mientras el viejo seguía hablando: “Tienes que darle cuatro balazos en el pecho. Las balas y el revólver están consagrados. Al llegar a tu casa dejarás la puerta entreabierta, trazarás un círculo con la tierra que trajiste y te pondrás en medio. Cuando al fin estén frente a frente, el catardo no podrá cruzarlo y se dedicará a rondar y a rugir, te invitará a que salgas, se burlará de tu arma porque ya ha aprendido que sólo cae cuando le disparan decenas de tiros. Debes prepararte para mirar ese rostro. Es bueno que ella se quede aquí”.

Pero Vane no quiso. Me dijo al oído que no le agradaban las presencias de la mujer y el brujo y que no habría lugar más seguro que el interior del círculo.

–¿Y qué vamos a hacer con el cuerpo?–, dije antes de marcharnos.

–Si le metes cuatro de mis balas en el pecho, el cuerpo se desintegrará al instante.


VIII

Trazamos el círculo frente a la puerta principal que dejamos entreabierta. Hacia las siete llamaron al timbre. Vane contuvo un grito.

–Buenas tardes, vendo biblias a domicilio…

–¡Vete de aquí, imbécil!– grité, con ganas de soltar el primer plomazo contra aquel infeliz que buscaba el sustento, a esas horas y con un catardo por los alrededores.

El tiempo dejó de interesarme en el momento en que la puerta se abrió y recibimos, como se recibe una mala noticia o una migraña, el rostro del catardo. No pude contenerme, vacié el estómago, y Vane, que me había acompañado osadamente en esta desventura, no soportó la presencia del monstruo, quien al verla allí, junto a mí, endureció aún más sus facciones. Estoy seguro de que pude oler su odio. Vane se apretó el corazón, jaló aire y trató de correr hacia mi recámara, pero los pies se le enredaron y cayó fuera del círculo. El catardo, velozmente, se tendió hacia el cuerpo como una fiera sobre un venado herido. El revólver temblaba entre mis manos. Le apunté al pecho.

La bala lo hizo soltar una carcajada, posó sus manos en el cuello de Vane, y apretó. La conmoción me impedía gritar. Tenía la boca seca, un mareo inmenso y frío, mucho frío.

El catardo tomó el negro y sedoso pelo de Vane y reventó el cráneo contra el suelo. El segundo disparo le perforó el esternón, mientras expandía la boca de su víctima hasta tronarle la mandíbula.

La tercera bala ni siquiera lo sacudió. Estaba a punto de rendirme; babeaba y emitía unos quejidos de bestia sin esperanza. El catardo hundió su rostro en el vientre de Vane y de un mordisco hizo que sus intestinos brotaran en un desconcierto de sangre y hedor.

Disparé. El tiro se incrustó en un muro. Disparé. El proyectil hizo blanco en uno de los hombros. Mi visión se tornó borrosa. Disparé. Disparé. Disparé. Lo último que oí, antes de perder el conocimiento, fue el espantoso grito del catardo.


IX

Las preguntas que me hizo la policía todavía me lastiman: “¿Disparaste antes o después de destazar a Vanessa Colmenares bautista?, ¿qué te movió a perpetrar el crimen?, ¿el asesinato formaba parte de algún ritual o es producto de una venganza?, cuéntanos de nuevo, ¿cómo ocurrieron las cosas?”.

Los medios se ensañaron con mi historia. Sólo hasta que surgieron los verdaderos locos que echaron abajo la calma del país, me dejaron en paz.

Permanecer de por vida en el Hospital fray Bernardo Morales no me agobia. Los alimentos son decentes, la atención también. Dos veces por semana dialogo con un doctor que trata de convencerme de que estoy loco y, aunque al principio me irritaba, he aprendido a tolerarlo, pues la seguridad que me hacía falta la hallé aquí. Es una lástima que no exista un medicamento capaz de suprimir las pesadillas. Veo la llegada del sol como una tregua.

A veces caigo en períodos en los que el recuerdo de Vane hace que me recluya en mi habitación para llorar por su infeliz destino.

Por las mañanas doy paseos en el bello jardín de este lugar, allí hablo conmigo: me digo que si volviera a nacer, jamás cometería el error de volver a escribir una historia.

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