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Hacia una (verdadera) defensa de la intolerancia (primera parte)

La raíz indoeuropea *tel- / telǝ significa “cargar con”. Su origen remite a Atlas, el titán que soporta la bóveda celeste por castigo de Zeus. Y es notable la connotación que suscitan las palabras “carga” o “soportar” para señalar la idea punitiva. Las expresiones cotidianas cargar-con-una-responsabilidad o soportar-la-adversidad indican figurativamente el destino del dios y enmarcan una penalidad.




De dicha raíz se desprende la palabra tolerancia, diríase que últimamente muy en boga por acontecimientos que despiertan intensos debates, controversiales porque desenmascaran un fenómeno biológico inherente a muchas, si no es que a todas las especies: la exclusión, notable más que nada en el ser humano: el organismo moral.


Si bien la llamada “condición humana” −maravillosa expresión, por cierto, tan ambigua a pesar de la aparente verdad universal que parece enmarcar− se cifra como la oposición entre la brutalidad y el dominio basados en la superioridad, es decir, en la contradicción de lo humano-bestial, no es ni mínimamente un producto de la especie, ni siquiera del reino animal. Existe incluso la “mala hierba” que termina por acaparar todos los nutrientes del área en donde crece.


Ha de subrayarse nuevamente el adverbio últimamente, debido a que en ocasiones da la impresión de que es un fenómeno reciente éste de la intolerancia, por una serie de eventos dados casi consecutivamente. Ejemplificando al azar, podría mencionarse el conflicto Sirio y la negativa de asilo por algunos países europeos, cierto muro fronterizo −o bien el promotor de éste, él mismo generador de controversias− o la defensa por el místicamente llamado “diseño original”.


El fenómeno no es nuevo. Tampoco el término que designa la oposición a él: la intolerancia sucede a lo largo de toda la historia, en cualquier geografía, cultura y época. La tolerancia, por su parte, quizá se vea asociada al relativamente cercano nacimiento de los “derechos humanos”. Ambos términos se han actualizado una y otra vez, hasta convertirse en una moda. Pero ningún debate acerca de ellos, hasta ahora, se cuestiona ni mínimamente si tolerar es un acto −en consonancia con su trasfondo moral− benéfico.


Se supone que la tolerancia implica una aceptación de la diferencia. Se establece la otredad como valor universal. Una filósofa alguna vez dijo, con un cuestionamiento crítico al término, que la palabra establece una ofensiva permisión a la existencia: ser tolerante sería la concesión de un grupo que se asume normal –es decir: establece una norma y la regula a partir de sí mismo− para que otro grupo que le resulta anormal pueda coexistir análogamente.




Ignorando temas fundamentales a este respecto –a saber: lo que significa la normalidad, o que sólo se centra en el aspecto social e incluso la imposición hegemónica de trasfondos metafísicos− habría que atender a un interés ni más ni menos importante, enfocado simplemente en el más estricto sentido común: la importancia de darle atención a un hecho banal. La intolerancia, un fenómeno necesario por permanente o viceversa, es simplemente la nota de espectáculos del teatro socio político.

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