Los cómicos, crónicas bibliómanas
- Simón Rojas
- 30 oct 2015
- 2 Min. de lectura

El local de Balderas es estrecho, los libros son humildemente muchos y en repetidas ocasiones se caen debido a la torpeza de un servidor. Pero hay personajes a quienes les basta sólo un minuto para tirar cuanto libro se les cruza, y en su afán de componerla tiran no sólo libros sino también mochilas y papeles y naranjas y al final el asunto se parece a una escena de Laurel y Hardy.
También están los cómicos no tan cómicos, que preguntan por libros con títulos tan extravagantes como Caldo de pollo para el alma o Manual de la perfecta cabrona, con cuyas palabras muchas veces, gracias a la shock, se logran recetas explosivas como Caldo de cabrona para la perfecta alma de pollo manual o Perfecta alma de pollo para caldo manual de cabrona o, en síntesis, Pollo de cabrona.
Otros cómicos ciertamente más sofisticados, pero ciegos, preguntan por objetos que uno pensaría ya en franca retirada de este mundo: agendas, lápices, cuadernos, atriles y la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (aún vigente, según los cómicos). Emparentado a estos últimos, está también el cómico político, quien por ejemplo declara: este país está jodido, este país no sirve, este país.
Otro cómico, para qué negarlo, es el vendedor mismo. Especialmente cuando anda de hocicón desesperado por vender un libro y de tal modo afirma haber leído lo que sólo conoce de bocas por lo demás de dudosísima reputación. Cosas de la chamba, gajes del oficio, se dirá a sí mismo para dormir tranquilo, aunque siempre permanece latente la posibilidad del regreso enfurecido de clientas y clientes preguntando cuándo, dónde, cómo el vendedor vio que tal novela era obligatoria, fundamental, inolvidable.
Pero eso los peores (o mejores) cómicos son los llamados archipámpanos, una palabra por sí misma muy cómica que, según la RAE, significa: “Persona que ejerce gran dignidad o autoridad imaginaria.” Definición que traducida al ámbito libresco dice así: persona que ha leído gran cantidad de libros imaginarios, como si en realidad fuera un habitante (imaginario) de un poema (imaginario) del (centenario) Nicanor Parra o un epígono (ordinario) de Borges.
Y, hablando de estos dos, quizás sobra decirlo: el cómico-archipámpano mayor es el poeta, un personaje que alguna vez en México se idealizó hasta el cansancio pero que ahora, así como van las cosas, sufre el descrédito producto de su cómica archipampanería, de su no tan cómica pero abundante politiquería, de su ominosa camaradería (con la oligarquía).
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