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Para variar, el Dinamita

  • Simón Rojas
  • 16 dic 2015
  • 2 Min. de lectura


Lectores que alguna vez lo desdeñaron como enfermedad típica de pubertos rebeldes o de viejos neuras, ahora se lo piensan mejor y vuelven a buscar al señor Nietzsche, para variar. Tanto se había hablado y escrito sobre él que fue como si sus sacristanes, por un asunto de salud, en algún momento consideraron que no estaría mal olvidarlo por un rato para volver, por ejemplo, a Aristóteles.

Pero ahora el señor Nietzsche ha regresado. Y, la verdad, ¿a quién no le ocurre algo con él? No falta quien aún lo cataloga de nazi. No falta la que lo trata de misógino. No falta el barbudo que trae la playera con su rostro estampado. Nietzsche es el filósofo de la banda, y como tal le viene adosada una heteronimia cuya popularidad lo convierte en un caso tal vez único en la historia de la filosofía: el artista dionisiaco, el superhombre, el filósofo de la muerte de Dios, el Anticristo, el chiflado del eterno retorno.

Los profesores de filosofía, por su parte, sonríen. Son adultos ya, y se recuerdan a sí mismos leyendo a Nietzsche atravesando la noche, cuando eran estudiantes pobres y estúpidos y valientes y lo único que había que hacer —porque el resto no importaba— era leer y beber en supremo honor de Zaratustra. Pero incluso estos madurados profesores vuelven a leerlo, aunque ahora, por supuesto, sin tanta histeria, más calmados y sobrios, no vaya a ser cosa y nos volvamos loquitos otra vez.

¿Por qué Nietzsche, para variar? Hay muchas posibles respuestas y un montón de rica bibliografía (filosófica o no) al respecto. Sin embargo, quizás su popularidad se deba principalmente a que simple y sencillamente nos toca el culo. ¿Cómo? ¿Qué quiere decir eso? Eso quiere decir que con Nietzsche inevitablemente se acaba teniendo una relación personal basada simultáneamente en la ofensa y el placer. ¿Qué te pasa?, ¿por qué me estás leyendo?, ¿acaso vienes a buscar algo?: son las preguntas que parece formular Nietzsche apenas se abren libros como Más allá del bien y del mal o La gaya ciencia, y lo perturbador es que después de aquellas lecturas nadie podría decir que ha encontrado un maestro o un guía, sino, antes bien, un soberano bufón.

Ha transcurrido poco más de un siglo desde su muerte y tal vez “Nietzsche” hoy no evoque el “recuerdo de algo terrible”, como él, desde la soledad y la soberbia, imaginaba sería su futuro. Seguramente no quedaría para nada conforme al observar que, pese a sus propias advertencias y rabietas, se ha convertido a la larga en un filósofo leído, en un filósofo popular. Pero eso sí: tampoco le incomodaría comprobar su todavía explosiva condición de dinamita: para todos y para nadie.

 
 
 

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