Síndrome sermón
- Simón Rojas
- 16 dic 2015
- 2 Min. de lectura

¿Un fenómeno urbano? Sujetos que apenas cumplidos los cincuenta años ya se sienten la Voz de la Sabiduría. ¿Una afección sólo propia de la edad? Cuando tenían cuarenta y nueve declaraban, con orgullo, no saber ni entender nada de la vida, pero ahora, con cincuenta, de golpe conocen la solución a su misterio. Por descontado, son insoportables, y hay momentos (demasiados momentos) en los que parecen desfilar, uno tras otro, frente al local de libros viejos en Balderas.
Pero, ¿quién les dijo a estos señores que la lectura de los existencialistas católicos (o ateos) les aseguraba un lugar en la cátedra callejera? ¿De dónde sacaron el título de doctores en Haz Lo Correcto? Debe sucederles algo así como una vuelta a la adolescencia, pero armados ahora con una retórica más mañosa y abundante en ejemplos. (Por lo menos los adolescentes, que también creen sabérselas todas, tienen un conocimiento de primera mano de la incertidumbre, y así, vacilantes, se salvan de caer en la majadería de insistir en darle consejos al mundo. Estos cincuentones, por el contrario, están totalmente convencidos de haber alcanzado un dominio consolidado de la situación, y está muy bien, felicidades, aunque, ¿quién les pidió sermón alguno?).
La culpa la tienen los malditos libros, no hay otra manera de explicarlo. Porque los cincuentones ven un libro de Spinoza y se largan a predicar sin límite de tiempo acerca de la filosofía de la vida y las ventajas o desventajas de la emancipación del espíritu, la mosca infinita y el culo de la abuela, que nada pinta en este asunto pero se lo cita igual. Eso con la filosofía, porque con la literatura es peor: al ver una novela de Henry Miller, les brillan los ojitos, ponen manos en jarra como un centrocampista antes de cobrar un tiro libre y ahí disparan su incontenible cancionero de “cuando yo era joven estaba equivocado por eso le digo a mis hijos aguas con lo que hacen no se vayan a arrepentir después los chingadazos en la vida como dijo César Vallejo son tan fuertes yo no sé”, y todo esto lo escupen mirando un punto fijo, al modo de actores preparados para repetir el monólogo en la siguiente cuadra o en la mañana frente al espejo.
¿Cómo no admirarse entonces de aquellos ancianos púberes perplejos cuyas manos y ojos aún tiemblan al recorrer páginas y páginas para luego, oh, para luego marcharse en silencio, en silencio sin más? ¿Eh? “Hombres en ninguna parte, muchachos en Esparta”, decía el gran perro Diógenes.
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