Resentimiento del vendedor de libros
- Simón Rojas
- 27 ene 2016
- 2 Min. de lectura

DURANTE UN DÍA EN EL QUE NADIE SE DIGNA NI SIQUIERA A MIRAR EL LOCAL...
Todo comienza bien: despreocupado, el vendedor de libros se apersona a las dos de la tarde con olímpico descaro. Abre el local mientras saluda a sus vecinos vendedores, que han estado ahí desde las diez de la mañana sudando la gota gorda. Luego instala una mesa y selecciona concienzudamente los libros que pondrá a la vista del ávido cliente de cultura, pero como el tal no aparece pasadas más o menos dos horas, al vendedor de libros se le comienza a agriar el carácter.
Primero se recrimina el haber llegado tan tarde a abrir el local; un rato después, al percatarse de que el azote no ha dado resultados, comienza a dudar de su “selección de material”, de modo que realiza un recambio de casi la totalidad de los volúmenes más visibles. Pero pasada una hora más, cuando la maldita lluvia hace desaparecer a los potenciales compradores y el estómago empieza a chillar, el vendedor empieza a transitar por la vía del resentimiento. Todos han vendido sus porquerías, y a él, que tiene joyas, nadie se ha dignado ni tan siquiera a dirigirle una mirada. Muy bien, gentuza: sigan camino a sus casas, créanselo todo al conductor de las noticias y sean felices. Hijos de mala madre.
Así el vendedor de libros logra que su estómago se tranquilice durante al menos unos minutos antes de cerrar. Observa con escepticismo las ediciones empastadas de libros de Quevedo y Séneca y la pregunta entonces es inevitable: ¿qué están haciendo aquí? Ante la incapacidad para resolver el enigma, el vendedor se ha decidido por fin a cerrar, resignado y rabioso a la vez, pero es justo en ese momento cuando aparece un anciano que se pone a hojear tranquilamente un volumen de las Obras Completas de José Martí. Vaya, la sabiduría de la vejez. La senilidad como último refugio de cultura. El druida que entre la desolación y el despojo es todavía capaz de distinguir la planta mágica…
—Joven —suelta de golpe el anciano dejando a Martí a un lado—, ¿entre sus curiosidades no tendrá Caldo de pollo para el alma?
Como respuesta, el vendedor desconecta la luz del local y suelta una carcajada gutural capaz de espantar al anciano y hacerlo huir al trote, casi corriendo, casi como en los mejores días de su lejana juventud.
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