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La actitud del portero ante la vida, una crónica librera

  • Simón Rojas
  • 8 ene 2016
  • 2 Min. de lectura


Hace años Salcedo estuvo cerca de convertirse en portero titular del primer equipo de Pumas. El día en que fue a probarse a Ciudad Universitaria (por sugerencia de un directivo que lo había visto jugar en el barrio), simplemente lo tapó todo. El técnico entonces lo felicitó y hasta le dijo que tenía un estilo parecido al de Miguel Marín, aunque cuando Salcedo ya acariciaba la gloria del debut a estadio lleno, agregó: “pero te falta estatura.” Y, la verdad sea dicha, tenía razón: su metro sesenta y seis ni de cerca le alcanzaba para cubrir la media exigida a cualquier portero de club profesional, aun cuando Salcedo había dado fehacientes pruebas de que sí le sobraba para cubrir cuanta pelota buscara la red o cayera sobre el área.

De ahí en más, Salcedo se volvió un tipo descreído de la vida. Vio debutar a otros porteros en Primera, manos de mantequilla por supuesto mucho más altos que él, pero que en técnica (y en intuición) no le llegaban ni a los talones. Comenzó entonces a estudiar ingeniería, una carrera a la cual le tomó tanto cariño que nunca terminó. Resultado: se puso a vender libros especializados en Balderas, embolsándose bastante dinero con títulos actualizados de cálculo diferencial, biología celular, física cuántica, derecho penal y constitucional.

Así, poco a poco Salcedo fue borrando su decepcionante experiencia en el futbol. Se dedicó a ganar dinero y a tener hijos por aquí y mujeres por allá: después de todo, vida de futbolista. Hasta que un nefasto día, la policía, sin aviso alguno, le decomisó gran parte de sus libros y le impuso una multa que lo hundió. Entonces, si antes Salcedo era un muchacho descreído de la vida, ahora lo tenemos ahí, encanecido, en su local, blasfemando y escupiendo todos los santos días contra este mundo miserable.

Aun así —y porque la sangre es la sangre—, hace unos años Salcedo volvió a las canchas. Los sábados ataja en una liga de futbol-rápido de la colonia Guerrero, y el domingo en otra de Villa de Aragón, y en ambas, hasta la fecha, posee el récord de la valla menos batida. Seguro a ningún delantero le hace gracia enfrentar a un veterano que por fin, gracias al infortunio y la venta de libros, ha alcanzado la más alta e indispensable virtud del guardameta: no confiar en nadie.

 
 
 

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