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La sonrisa del Papa nos preocupa

  • Simón Rojas
  • 22 feb 2016
  • 3 Min. de lectura

En abril de 1987 Juan Pablo II visitó Chile por primera y única vez. Para la dictadura de Pinochet (con quien el papa se reunió al poco de llegar), la presencia de semejante figura conciliatoria traía consigo un efecto de legitimación ante el mundo y los chilenos, en su mayoría católicos, pero también una serie de engorros célebres. Para el papa, por el contrario, dicha visita significó una deslegitimación mayor pero en cualquier caso menor si se la compara con lo que hoy sabemos respecto de su compadrazgo con Marcial Maciel. Lo cierto es que siendo mayor o menor (poco importa, la verdad) el viaje de Juan Pablo II a Chile estuvo lleno de sobresaltos tanto para él como para la dictadura.


De entrada, mediante trucos, Pinochet logró burlar el protocolo y se salió de programa haciéndose ver sonriente junto al papa en uno de los balcones de La Moneda: una imagen dura, ominosa, si se consideran los crímenes cometidos en dictadura contra sacerdotes católicos que pagaron con su vida el trabajo en las poblaciones populares y la denuncia de las desapariciones. Dicen que después el papa se enojó y fusiló con la mirada al dictador, pero este último le llevaba probada ventaja en tales procedimientos, y así la imagen fue efectiva porque quedó grabada como un balazo más.

Después, en su visita a la población La Bandera, territorio emblemático de resistencia popular, Juan Pablo II escuchó testimonios acusatorios de pobladores torturados, como el del obrero Mario Mejías, quien fuera posteriormente allanado y detenido por Carabineros.

Luego, en su encuentro con los jóvenes en el Estadio Nacional, Su Santidad se llevó de recuerdo un estruendoso y largo ¡Noooo! después de sugerirle a los presentes, así no más, el abandono del sexo antes del matrimonio. Fue divertido, pero también una feroz metida de pata ante una juventud que a esas alturas había pasado por toques de queda, manos amarradas, militarización de la vida, y, en general, por un sistema represivo y de censura a gran escala que llevaba ya sus buenos catorce años y pretendía extenderse por quién sabe cuánto tiempo más y que, de hecho, disfrazado de civil, aún permanece. El Estadio Nacional, por lo demás, era, o debió ser, el escenario perfecto para amplificar algunas pocas palabras del papa acerca de la tortura y la desaparición, pero esas palabras jamás llegaron, salvo por una mención escueta al “dolor” y el “sufrimiento”.


La visita tuvo como corolario la celebración de una misa multitudinaria (ante seiscientas mil personas) en el Parque O’higgins de Santiago. La ceremonia, supuestamente pacífica, al poco de comenzar se transformó en un mitin de protesta, con la consecuente acción represiva (apaleamiento, carros lanzaaguas, bombas lacrimógenas) por parte del siempre dispuesto cuerpo de carabineros de Chile y elementos de la Central Nacional de Informaciones (CNI): después de todo, el oficiante de esa curiosa misa captaba en vivo y en directo una contundente muestra de la década de los ochenta en el país.

Entretanto, Nicanor Parra escribía un texto para la ocasión:



La sonrisa del Papa nos preocupa

nadie tiene derecho a sonreír

en un mundo podrido como éste

salvo que tenga pacto con el Diablo

S.S. debiera llorar a mares

y mesarse los pelos que le quedan

ante las cámaras de televisión

en vez de sonreír a diestra y siniestra

como si en Chile no ocurriera nada

¡Sospechoso señoras y señores!

S.S. debiera condenar

al Dictador en vez de hacer la vista gorda

S.S. debiera preguntar

x sus ovejas desaparecidas

S.S. debiera pensar un poquito

fue para eso que los Cardenales

lo coronaron Rey de los Judíos

no para andar de farra con el lobo

que se ría de la Santa Madre si le parece

pero que no se burle de nosotros.


Vaya a saber la imagen que al papa le quedó de esa visita agitada a un país oscuro; llegó sonriente y quizás se fue turbado, aunque quizás no. A veintinueve años de distancia, con otro papa, parece que una de las pocas cosas que van quedando claras es la vigencia de un poema demoledor donde se entreven, una vez más, los turbios sótanos del Vaticano y su total desdén por preguntar, hoy en México, por sus ovejas desaparecidas.





 
 
 

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