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Recuento, un testimonio librero

  • Braco le G.
  • 26 mar 2016
  • 4 Min. de lectura

Me piden que escriba acerca de mis lecturas. En consecuencia, me piden que me revele. Porque ante todo, si algo define mi existencia, ese algo es una palabra, esa palabra es lectura.

Pero en principio, para escribir acerca de mí, sin escribir acerca de mí, utilizaré el recurso que James Matthew Barrie empleó al redactar sus diarios: la tercera persona al hablar de sí mismo. Lo hago para alejarme de aquel niño fantasioso y entusiasmado que fui; para que mis recuerdos no se quiebren al escribir esto.


El niño tiene seis años y se recuesta con el libro en mano, siempre es el mismo, una antología de Kipling titulada El gato que iba solo y otros cuentos. El niño le da el libro a su padre. Su padre es su voz narrativa, porque su padre es inteligente, porque lee, porque tiene muchos libros.

El niño es lerdo en la escuela primaria, conforme avanza de grado las quejas también se incrementan. Algunas veces no entrega las tareas; otras, saca revistas de dinosaurios; otras simplemente dibuja en sus cuadernos. Casi siempre parece estar en otro lugar. No parece, está.

En ese lugar él es un mosquetero capaz de saltar desde el segundo piso de una construcción sin romperse ni un hueso. Él convierte a sus compañeros en personajes de su fantasía; uno es Athos, otro Aramis y así. Entonces la maestra le enseña lo que es la realidad con un rotundo coscorrón que duele.

Cuando lea, años más tarde, la entrada de Arpía en algún diccionario de mitología clásica, sabrá quienes eran en realidad las maestras de sus primeros años escolares. Aquellas que, mediante sus castigos aleccionadores lo hacían anhelar el timbre de salida para correr hasta su casa y meterse en las imágenes o letras de un volumen lo más pronto posible.

Su padre lee porque le complace aprender, el niño aprende a leer para salvarse.

Los nueve años importan sobre todo, porque el niño recibe como regalo de cumpleaños un libro en el cual leerá reflejada buena parte de su vida. En efecto, Bastian Baltasar Bux, el personaje principal de La historia interminable es un lector y está tan solo como el niño: la literatura como guía a través de la soledad.

La novela de Michael Ende es el libro que su padre le ha regalado. Es el libro que ahora mantengo como una pieza invaluable en mi biblioteca, aunque sea de una edad reciente: 1993. Basta de tercera persona.

Creo que fue Ernesto Sábato o algún otro quien escribió acerca de los lectores puros, esos que en algún momento se amañan y, aunque amen la literatura, ya no la disfrutan como alguna vez en la cual no podían pensar en otra cosa, sino en el libro, en la página dejada a medias; en el porvenir de un personaje.


Yo añoro, por ejemplo, alguna madrugada de mis dieciséis años en la cual leía por vez primera: Cien años de soledad. Yo tomo el café sin azúcar porque así lo tomaban los Buendía. Aquella madrugada intenté varias veces irme a la cama. Ponía el separador al libro y apagaba la luz. Pero el mecanismo de Cien años ya había infectado mis pensamientos. No pude hacer sino levantarme y acabar la novela. Los libros eligen la edad para leerte.

Cuando llegué al DF, hace años, el primer libro que adquirí fue: Terra Nostra, de Carlos Fuentes, el segundo: El arco y la lira, y el tercero El poeta en su tierra. Leí el segundo y el tercero, y dejé el primero bien acomodado en un estante. Durante cinco años permaneció invicto. Cuando al fin logré leer y culminar Terra Nostra, supe que el mito de la novela total era cierto y me entregué a la lectura obsesiva de los libros que no se leían en la carrera.

Cité, en mis trabajos académicos, a autores que no debían estar ahí. Leía en las reuniones familiares porque, en cuanto mis tíos y primos, mis tías y primas, se ponían a hablar de autos, perfumes, ropas, terrenos, bodas y fechas de cumpleaños, yo sabía que no debía estar ahí. La literatura es mi alternativa predilecta.

La lectura es la herramienta que siempre, como decimos: “me ha hecho el paro”.

Y no es que yo leyera, como el Quijote, hasta los papeles de la calle, pero es verdad que en aquel enero de 2007, mi lectura diaria y de rigor era la sección del aviso oportuno, pues mi hijo nacería pronto y yo aún no conseguía el primer empleo de mi vida. Me había hartado muy pronto de las vacantes que se ofrecían en los centros comerciales; no quería vender tarjetas de crédito, ni almacenar cajas. Era un perfecto “sin título” que acababa de leer a Cioran y a Francisco Hernández, pero al que nadie podría contratar por falta de experiencia.

El aviso oportuno fue, por ello, una lectura in extremis, que se portó amable conmigo; debajo de una oferta tentadora que invitaba a trabajar armando juguetes desde casa, estaba escrito lo siguiente: “Se solicita aprendiz de librero. 52 11 63 93”.

Llamé, fui a la entrevista, me aceptaron y entré al adictivo mundo de las ediciones que un día estaban y al otro nunca; de la incertidumbre de no leer lo suficiente; de la felicidad al pensar en un libro y –como si se tratara de un maldito juego de genios maravillosos- asistir a la pronta llegada de ese libro pensado.

A través de la librería formé mi biblioteca. Miguel Hernández, Alejandra Pizarnik, Marcel Schwob, Hanna Arendt, Cristopher Marlowe, Tolkien, se encuentran entre mis preferencias.

Ahora puedo fantasear con la idea narcisista, como en Aura, de que la vacante de aprendiz de librero era sólo para mí. Trece días después de mi ingreso a la librería El Hallazgo, mi hijo nació con puntualidad en un hospital de Texcoco. Recuerdo que, fiel a su costumbre, la lectura se hizo presente aquella tarde a través de un mensaje de texto que mi padre me envió desde Chilpancingo, para redondear la felicidad de ese instante y con el cual, cerraré este recuento.

El mensaje era parte de una entrevista a Enrique Vila Matas y decía:

“La literatura no tiene otro propósito que la salvación. Escribir es corregir la vida, es lo único que nos salva de las heridas insensatas que nos da la horrenda vida auténtica. Antes se aprende a morir que a escribir. Me hice escritor porque quería ser libre. Escribo para no dejar a la humanidad en manos de la muerte. La literatura puede salvar al hombre.”


 
 
 

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