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Otra forma de Bolero, de Max Ramos

  • Salvador Calva Carrasco
  • 1 abr 2016
  • 5 Min. de lectura

De las voces poéticas contemporáneas más sorpresivas, ninguna como la voz de Max Ramos. El inicio de este siglo, tan atento a las innovaciones pasajeras, se ha olvidado muchas veces de la poesía de enunciación, de los patrones clásicos como reto intelectual y del conocimiento orfebre (perdonen el pleonasmo) del lenguaje. A mi entender, Otra forma de bolero es un ejemplo genuino de dicho conocimiento.

El riesgo de glosar una obra como la que nos ocupa, está, no en la idea de dar sentido a un poemario cuyo sentido parece nítido, sino llegar a él en medio de la maraña de palabras y usos gramaticales que obligan al lector, más que aprender el idioma, desapr(eh)enderlo. (Por eso prefiero ser breve, para equivocarme menos.) No se trata de un ejercicio poético vanguardista que sirve para engrosar las historias de la literatura o para complicar la vida de los estudiantes de media superior, creo ver en Otra forma de bolero toda una estrategia de apertura a las convenciones del español como lenguaje (estoy seguro de que el jaque mate llegará con Infantario, la obra que prepara Max Ramos).

El libro tiene tres secciones: “Matinela”, “Tardería” y “Sombral”. Estas etiquetas preparan al lector ante el lenguaje que se encontrará. Ninguna de las palabras titulares tiene una acepción de diccionario, pero se muestran en todo su esplendor creativo. Podríamos decir que las palabras conservan su lexema, pero se derivan en formas no comunes: se prefiere el uso de sufijos propios de otros lexemas. He dicho que es la estrategia de apertura de Ramos, pues desde el principio, o más bien desde la edición misma, en esta especie de biombo libresco, el lector se encuentra con una pieza única o al menos diferente, una apertura no descrita.

En resumidas cuentas, Otra forma de bolero poetiza o narra la vida de una persona en un solo día o en un lapso corto. Este ejercicio recuerda otros no menos trabajosos como Farabeuf, el mismísimo Ulises de Joyce o su contraparte onírica Primero sueño de Sor Juana. Ahora bien, a la hora de pensarlo como un reto de lenguaje, tendríamos que agregar a las Soledades de Góngora, donde la trama es apenas un pretexto para la poesía. En todos los ejemplos que he mencionado, quizá menos Farabeuf, Otra forma de bolero con toda razón, se esconde una de las funciones del lector que más me atraen: la idea de un descifrador de metáforas, de un deshilvanador de alegorías. No confundirlo con un simple detective, que recoge pistas, sino con un arqueólogo de la lengua o, para hilar más fino, con un estudioso o conocedor de lo que Borges llamó el Ursprache de Tlön. Dicho sea de paso, en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” el narrador dice que en la parte austral de Tlön hay “verbos impersonales, calificados por sufijos (o prefijos) monosilábicos de valor adverbial”. De dicho Ursprache, que podríamos traducir como el “lenguaje original”, “proceden los idiomas 'actuales' y los dialectos”.

Cada vez que leo a Max Ramos me parece que hay algo más que un juego con el lenguaje, una especie de lucha con la “ineficacia” de las palabras y, por tanto, con la necesidad de buscar una manera más natural, casi originaria, de significados. Para tal cometido, ni el orden ni la gratuidad del idioma son suficientes, por ello se recurre a la verbalización de sustantivos y viceversa, a pegar prefijos y sufijos sin romper por completo las reglas gramaticales y por supuesto a una larga lista de figuras retóricas. El tesoro léxico (Wörterbuch) de Max Ramos se contrasta con la aparente cotidianeidad, salir de “casa”, ir al trabajo, renunciar, compartir la mesa y la bebida y volver al lugar original. Ese trayecto, sin embargo, tiene de fondo problemas que son de alguna manera también cotidianos en tanto ocupan a todos los hombres, pero que complican el recorrido del yo lírico y del lector: conversar con la memoria, recorrer lugares imposibles, simplificarlos, debatirse entre el yo y el yo, y volver, siempre volver, no sé si al origen, pero sí al yo solitario.

La primera persona que predomina o avasalla el poema está repleta de recuerdos que asaltan a la memoria a cada paso o que fluyen con la imposibilidad de su naturaleza inasible y de entero movimiento: “óleo donde el pincel fundió en mueca a la familia” (7); “Corre hacia la gata, mete en ella, sensuala” (12). Esta primera persona habita el recuerdo o la memoria de lugares y acciones: “soy sitio donde los objetos aún resuellan / los actos sedentarian” (6). El espacio adquiere una notable plasticidad y simplificación: “doblo mi cuarto en llave” (15), “corbato mi oficina” (19). Los recuerdos se entrometen en el flujo de la acción como se aprecia en el poema “Casa leja, soy sus muros” (36) y en general tienen el sabor de la infancia: “La casa y la infancia son edén inconcluso” (2).

A cada momento encontramos en los versos de Max Ramos fórmulas lapidarias: “me presiento hombre, / ambularia especie fundando su memoria” (63), donde se revela la maldición de nuestra especie: la idea de lo pasajero, de echar raíces donde sólo hay olvido en una tierra que no es nuestra.

Aunado al tema de la memoria y la forma de registrarla, está la idea del doble y la soledad, quizá uno de los ejes temáticos mejor logrados en el texto por lo incisivo de las imágenes y la exploración del concepto. Un ser desdoblado, múltiple, exige un desdoblamiento o multiplicidad de identidad, cuando no una pérdida: “veo a otro que me suya” (9); “él, el yo pleno, abre el intimario” (10); “Aluego imagen que el espejo crea, y / éste, objeto en casa de alguien / que amaneció de pronto” (11); “En la suma de mis otros no estoy” (57). Creo ver, en las líneas de Max Ramos, la fórmula en la que se iguala la negación del yo: “No soy pasa junto a mí” (59); “Estoy con tanto nadie, circunsolo” (105). Me hace recordar aquel ninguneamiento del que hablaba Octavio Paz, aunque me parece que en otro tono y en otras circunstancias, cuando el Paz ficcionalizado pregunta a su sirvienta en El laberinto de la soledad: “¿Quién es?” A lo que ella responde: “No es nadie, soy yo”. Si bien la manera de tratar dicho tema se asemeja más a Villaurrutia que a Paz, en tanto pérdida de identidad o yo lírico desdibujado, como sucede en los “Nocturnos” de Villaurrutia, creo que la tradición nutre de significados los versos de Ramos.

De las tres partes, “Tardería”, me parece la más oscura, entre otras cosas porque exige del lector una descentralización, la pérdida del lugar y la renuncia al yo asible: “Husmeo fui en el mundo que hoy esfero” (51) y “Soy esquina, en cada muro, ojos me universan” (52). Se renuncia a las obligaciones de la vida, esas que los hombres hemos inventado acaso para conceptualizar palabras como progreso y superación y que con el tiempo han llegado a definirnos. En esta renuncia creo ver otra faceta del yo, primero afianzado en su primera persona del singular, después desdoblado en el espejo, aquí perdido en la negación del yo y en la multiplicidad: “No basto ser masa y alta suma” (93), aunque al final, siempre al final, en la soledad, soledad de origen, soledad de madre, con los años a cuestas: “Hace días arrastro años” (126).

Volver a Max Ramos es como reencontrarse con esas otras miradas de plumas tan singulares como Felisberto Hernández o Macedonio Fernández, con la sensibilidad de Paz y el lenguaje de Góngora, es volver a la exigencia de los clásicos indescifrables, retar al lector en cada palabra, cuestionar con él las palabras que derrochamos a diario y recordarnos que todos los días podemos pasar “pliego a pergamino la marchitud de años” (24).

 
 
 

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