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DON JOSÉ, HUMORISTA

  • Simón Rojas
  • 14 jun 2016
  • 4 Min. de lectura

Quien quiera comerse así no más el cuento de la gravedad de Ortega y Gasset haría bien en darle un ojo a algunas de sus conferencias y artículos, parcialmente reunidos en 1962 por Revista de Occidente en un volumen de título grandilocuente pero mezquino: pasado y porvenir para el hombre actual. Don José se despacha ahí unos cuantos numeritos de humor voluntario capaces de hacer retroceder a los académicos y a los estudiantes que, obnubilados con Francia y Alemania (y justificadamente mosqueados por la ramplonería mediática de Fernando Savater), andan por ahí diciendo que “filósofo español” representa el ejemplo más claro de un oxímoron. Ésos de seguro no han leído a Don José diciendo que “Heidegger no ha conseguido todavía hablar con el cogote”, por ejemplo, o que “la materia debe ser una realidad bastante tonta cuando tan fácilmente se ha dejado capturar por los físicos”, también, o que sus oyentes franceses han tomado la curiosa decisión de “oír la conferencia de un pequeño señor español con cara de torero.”

En el Coloquio de Darmstadt (1951), un poco fastidiado por “el aldeanismo” de los alemanes (gracias al cual “hoy en Alemania no le explican a uno nada”), Don José le suelta a su auditorio: “Ahora tengo que nadar libremente; desde luego, les hago a ustedes responsables de un eventual naufragio en el que pudiera morir ahogado.” Eso del “aldeanismo” alemán, el astuto Don José por supuesto no lo saca a relucir en Darmstadt —a donde volverá en 1954 a “practicar pequeños suicidios”, como sorprendentemente confiesa—, sino en Tánger, en 1953, donde publica una serie de excelentes artículos referidos al mentado coloquio, del que al parecer no salió de muy buenas pulgas. Ahí pronunció su conferencia “El mito del hombre allende la técnica”, donde a muy grandes rasgos concluye que el hombre, “animal desgraciado”, es un perpetuo desadaptado del mundo (“porque el mundo originario no nos va, porque en él hemos enfermado”), y que así, en su dramático esfuerzo de adecuación, requiere siempre de la ortopedia técnica.

Pero lo que más pareció molestar a Don José a su paso por Alemania fueron las críticas recaídas sobre el “maravilloso estilo”, sobre “la prosa tan sabrosa” de Martin Heidegger. Alguno podría creer que con estos adjetivos Don José está ironizando o haciendo, ahora sí, humor involuntario. Pero no: expone sus razones tranquilamente, establece la distinción entre el escritor (una palabra “bastante estúpida, como lo es, cuando menos, un tercio del diccionario de todas la lenguas”) y el pensador, aquel condenado a “crearse un lenguaje hasta para entenderse consigo mismo”, que es más o menos lo que Heidegger haría tan admirablemente y para “delicia” (y no para tortura) de sus lectores. Pero como Don José no sería Don José si se postrara así no más, añade también que si bien Heidegger es uno de los pensadores más profundos —un “perforador” del sentido de las palabras hasta su refulgente raíz etimológica—, tiene, sin embargo, un pequeño gran problemilla: “quiere serlo, y esto no me parece ya tan bien.”

Qué elegancia, joder.

Quien quiera comerse así no más el cuento de la gravedad de Ortega y Gasset haría bien en darle un ojo a algunas de sus conferencias y artículos, parcialmente reunidos en 1962 por Revista de Occidente en un volumen de título grandilocuente pero mezquino: Pasado y porvenir para el hombre actual. Don José se despacha ahí unos cuantos numeritos de humor voluntario capaces de hacer retroceder a los académicos y a los estudiantes que, obnubilados con Francia y Alemania (y justificadamente mosqueados por la ramplonería mediática de Fernando Savater), andan por ahí diciendo que “filósofo español” representa el ejemplo más claro de un oxímoron. Ésos de seguro no han leído a Don José diciendo que “Heidegger no ha conseguido todavía hablar con el cogote”, por ejemplo, o que “la materia debe ser una realidad bastante tonta cuando tan fácilmente se ha dejado capturar por los físicos”, también, o que sus oyentes franceses han tomado la curiosa decisión de “oír la conferencia de un pequeño señor español con cara de torero.”

En el Coloquio de Darmstadt (1951), un poco fastidiado por “el aldeanismo” de los alemanes (gracias al cual “hoy en Alemania no le explican a uno nada”), Don José le suelta a su auditorio: “Ahora tengo que nadar libremente; desde luego, les hago a ustedes responsables de un eventual naufragio en el que pudiera morir ahogado.” Eso del “aldeanismo” alemán, el astuto Don José por supuesto no lo saca a relucir en Darmstadt —a donde volverá en 1954 a “practicar pequeños suicidios”, como sorprendentemente confiesa—, sino en Tánger, en 1953, donde publica una serie de excelentes artículos referidos al mentado coloquio, del que al parecer no salió de muy buenas pulgas. Ahí pronunció su conferencia “El mito del hombre allende la técnica”, donde a muy grandes rasgos concluye que el hombre, “animal desgraciado”, es un perpetuo desadaptado del mundo (“porque el mundo originario no nos va, porque en él hemos enfermado”), y que así, en su dramático esfuerzo de adecuación, requiere siempre de la ortopedia técnica.

Pero lo que más pareció molestar a Don José a su paso por Alemania fueron las críticas recaídas sobre el “maravilloso estilo”, sobre “la prosa tan sabrosa” de Martin Heidegger. Alguno podría creer que con estos adjetivos Don José está ironizando o haciendo, ahora sí, humor involuntario. Pero no: expone sus razones tranquilamente, establece la distinción entre el escritor (una palabra “bastante estúpida, como lo es, cuando menos, un tercio del diccionario de todas la lenguas”) y el pensador, aquel condenado a “crearse un lenguaje hasta para entenderse consigo mismo”, que es más o menos lo que Heidegger haría tan admirablemente y para “delicia” (y no para tortura) de sus lectores. Pero como Don José no sería Don José si se postrara así no más, añade también que si bien Heidegger es uno de los pensadores más profundos —un “perforador” del sentido de las palabras hasta su refulgente raíz etimológica—, tiene, sin embargo, un pequeño gran problemilla: “quiere serlo, y esto no me parece ya tan bien.”

Qué elegancia, joder.

 
 
 

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