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Martina. Un cuento

  • Rubén Pérez Palma
  • 6 jul 2016
  • 3 Min. de lectura

1985

Cada noche regreso a mi departamentito en Skundell Street, luego de tomar un café con Damian, con el cual comparto largos silencios. Después de tantos años de rutina ya poco podemos contarnos. Ambos sobrevivimos con pensiones miserables. Para qué quejarse. A mi edad son pocas las apetencias y muchos los recuerdos que es mejor olvidar. Si no fuera por los achaques y las visitas contantes al médico, podría decir que llevo una vida pasadera.

Desde que murió Martina, duermo poco y prefiero perder el tiempo en la plaza de Saint James para no atormentarme con su ausencia. Paso el día visitando los anquilosados comercios de este barrio que envejeció con nosotros; los modestos restaurantes que me ofrecen un menú decente a costos aceptables para un jubilado y un cine donde exhiben películas de mi juventud.

Todo en la casa se conserva como ella lo dejó, en especial su armario y su tocador. Martina era quisquillosa en cuanto a sus pertenencias y para evitar discusiones insulsas siempre respeté su privacidad. Ayer, sin embargo, me puse a curiosear. En uno de los cajones del armario encontré nuestra cámara polaroid junto a una caja de zapatos, en donde ella guardaba sus fotos. Tenía la manía de fotografiar su ropa y zapatos antes de estrenarlos, nunca le pregunté por qué y sin embargo creo que tenía necesidad de preservar la belleza virginal de dichas prendas.

Martina poseía un toque de elegancia que le hacía verse como una reina en medio de esta calle clasemediera, donde la mayoría de las mujeres sólo se arreglan para ir a misa el domingo. A partir de que me ascendieron en la fábrica como supervisor, mi sueldo nos permitió darnos algunos lujos, como esa vieja cámara con la cual presumíamos en fiestas familiares y vacaciones. Martina estaba encantada, no le gustaba ir a las tiendas de revelado. Odio que ojos extraños miren nuestra intimidad, decía. Entre esos caprichos también estaban sus vestidos y las zapatillas, los cuales encargaba a una tienda que vendía por catálogo y entregaba a domicilio en paquetes discretos. La sensualidad de algunos de sus atuendos era algo que sólo concernía al paraíso delimitado por las paredes de nuestro pequeño departamento.

Su mundo está aquí, en cada prenda que la hacían sentirse orgullosa, en su bisutería seleccionada con minuciosidad, sus perfumes que hoy, después de diez años he vuelto a oler. Ella no se ha ido del todo, porque Damian y yo no permitimos que muera su recuerdo.


1987.

El empleado de la tienda me ha enseñado una nueva cámara instantánea con un temporizador que me permite tomar fotos a distancia. Damian no entiende mi repentino gusto por la fotografía, ni por qué he dejado de ir a tomar café los viernes con él, pero no se atreve a cuestionarme, es mejor así.


1992.

La muerte de Damian me ha dejado abatido, a pesar de que llevábamos más de un año sin dirigirnos la palabra. Yo tuve la culpa, era mejor dejar mis aficiones en privado, él jamás lo comprendió y se atrevió a censurarme cuando le confesé los motivos que me obligaron a gastar tanto en película fotográfica. Tal vez su amor platónico hacia Martina fue la causa de su ofuscación a mi pasatiempo. Sólo espero que me haya perdonado. Descansa en paz, buen amigo.


1995

Mi salud merma día con día. Qué se puede esperar a los 87 años. Sin embargo me gustaría tomar una foto más. Me ha llegado un vestido negro de piel que se le vería precioso a Martina. Lo combinaré con las zapatillas rojas que le regalé la última navidad que pasamos juntos. Con esta foto cierro el tercer álbum, el homenaje secreto a mi compañera por más de cincuenta años.


2005

¿Quién es el hombre que se hace llamar Martina? Es una pregunta que nos hemos hecho todos los que intervenimos en esta exposición, y no sólo por morbosa curiosidad, sino como un deseo de rendirle un justo homenaje al artista. Estos autorretratos nos han transportado a través de décadas, estilos, manías y fijaciones de un hombre solitario. Para nuestros ojos no pasan desapercibidos los detalles que matizaron su obra, los anacronismos que envolvieron a nuestro personaje y su casa, la cual ambientó con su estilo kitsch de los setentas a cerca de cuatrocientas Polaroid 8,3 X 10,5 cm. Esta noche nos convertiremos en voyeurs involuntarios, admiradores de un artista anónimo, que por suerte se nos muestra en toda su grandeza perturbadora. Bienvenidos al Mundo de Martina.

 
 
 

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