LA ÉPICA CLANDESTINA
- Simón Rojas
- 15 jul 2016
- 3 Min. de lectura
Cuando al Partido sólo entraban los héroes.
Jorge Teillier
En sintonía con el contenido mismo de Canto general, las circunstancias de su edición —junto a la mitología secretada desde ahí— son en todo caso dignas del tono épico del libro, tan celebrado y tan denostado.
Corrían en Chile los tiempos de la Ley Maldita (en resumidas cuentas: declarar en la ilegalidad a los partidos de izquierda, empezando por el Partido Comunista), impulsada por el gobierno de Gabriel González Videla (quien llegó al poder gracias a una alianza con los mismos comunistas), y aprobada por el Congreso Nacional.

En tales circunstancias, con el movimiento obrero en una curva de ascenso importante, pero castigado por la represión, ¿qué hace el PC? ¿Se va al cerro a echar balas? ¿Incendia el Congreso? Nada de eso: se consagra, con urgencia, a editar un libro. ¿El Capital? No; un libro de poemas, ni más ni menos. Para los lectores actuales esto quizá constituya, a lo mucho, un suceso anecdótico más en la chismosa historia de la literatura; acostumbrados al efecto anestesiante de no involucrar la política, en su sentido más práctico, en su quehacer cotidiano, con la poesía, la tarea de editor clandestino a la que se abocó el PC chileno en 1950 nos puede parecer otro más de sus desatinos. Sin embargo, fue de esas tareas conjuntas donde se pone en juego el pellejo.
Primera cuestión: el tamaño. La circulación clandestina de un libro haría pensar en un volumen no muy llamativo, de formato pequeño o al menos cauto, que pase de bolsillo en bolsillo raudamente. Pues bien: el formato del Canto General clandestino llevaba letras rojas y medía 27 centímetros de largo por 19 centímetros de ancho, vale decir, era sólo un poco más reducido que una hoja tamaño carta… ¡Y tenía 468 páginas!
Segunda: la tipografía. El Partido Comunista chileno, de larga tradición propagandística (desde los tiempos de su fundador Luis Emilio Recabarren), formado, aún durante aquella época, en buena parte por linotipistas, recurrió a matrices abandonadas y a dos tipos de papel (264 y “pluma”) difíciles de rastrear. Cada etapa del trabajo —linotipia, compaginación e impresión— se realizó en un lugar diferente, con los riesgos del traslado pero con una maquinaria disciplinada de partido trabajando para —repito— publicar un libro de poemas.
Tercera: el tiraje. Fue de cinco mil ejemplares, lo cual ubicaría en la sub-clandestinidad a todas las editoriales independientes que hoy, en estos momentos, imprimen sus libros con fondos del Estado en tiradas de mil, quinientos, cien o diez ejemplares, convirtiendo, de paso, también en clandestino al Estado como organización criminal.
Cuarta: la encuadernación. Fue tarea de un solo hombre encerrado en un taller, en el período de dos meses: imposible no imaginarlo ahí, sin poner un pie en la calle (¿un cigarro en la boca?, bueno: un cigarro en la boca), cosiendo sin pausas esos cinco mil ejemplares de una obra de 468 páginas llamada Canto general.
Última: la distribución. Un simulacro: se hicieron suscripciones diciendo que el libro en cualquier momento “llegaría desde México” (no podía faltar la palabra México en un simulacro), confeccionado en una tal “Imprenta Juárez” (no podía faltar la palabra Juárez hablando de México), y tal como ocurrió con el Ulises de Joyce —otro proscrito—, las suscripciones sirvieron para financiar la edición.
Neruda ya estaba en París, en un acto de homenaje a Picasso, cuando le llegó la flamante edición clandestina de su libro (el posesivo al cual se aferran los malditos escritores, ¿no es una gran injusticia, teniendo en cuenta estos datos?): frente a todos, en un gesto de camaradería, se lo regaló al pintor y sacó lágrimas y aplausos, pero al terminar el acto, en un gesto chileno, se lo quitó: era el único ejemplar.
Todas estas cosas, y muchas más, son narradas por quien estuvo a cargo de la mentada edición, don Américo Zorrilla, en una crónica del libro Los tenaces, de José Miguel Varas.
Pero queda esto: ¿esperaban los comunistas alborotar el gallinero aún más por medio de la voz del poeta nacional atronando en un libro que hundía los pies en el fango de América? No olvidar: veinticinco años antes, con 20 poemas de amor y una canción desesperada, Pablo Neruda se había convertido en algo así como un best-seller. En los años 50, además, era ya una voz política reconocida y, tras pasar a la clandestinidad, atravesando en burro la cordillera, la barba crecida, la calva acentuada, era también un mito. Aun así, la pregunta queda; y queda, sobre todo, ese tipo solo, encerrado, cosiendo el libro de una generación para la cual el poema no estaba excluido de la educación política. Como dice Jorge Teillier al retratar a su padre, militante comunista del sur: “cuando al Partido sólo entraban los héroes”.






















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