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EL AMABLE CÍNICO

  • Simón Rojas
  • 6 ago 2016
  • 2 Min. de lectura

“Con Crates de Tebas —dice Carlos García Gual en La secta del perro— cobra el cinismo un rostro amable y sereno.” Marcel Schwob, por su parte, en Vidas imaginarias cuenta que al ser atacado por “una desconocida enfermedad de la piel” Crates descubrió que rascándose con las uñas “sacaba doble provecho, puesto que las desgastaba al mismo tiempo que sentía alivio.” Para referirse a Crates, tanto Schwob como García Gual acuden a las Vidas de filósofos de Diógenes Laercio, la fuente chismográfica de la que generalmente abrevamos.


Crates (368-288 a.C.), discípulo de Diógenes de Sínope, es el modelo del cínico extremo que, a diferencia de su maestro el Perro, opta por la sustracción sin estridencias ni escándalos, como tantos de los vagabundos de cualquier ciudad. “Mi patria es mi pequeñez y mi pobreza, a las cuales ningún cambio de fortuna puede afectar”, susurraba este filósofo de bajo perfil que un buen día decide desprenderse de dinero y pertenencias para abocarse a su ocupación favorita: parodiar el mundo a la intemperie y con lo puesto, es decir, en andrajos.


Según se desprende del anecdotario de Laercio, Crates era un convencido de que el ejercicio de la filosofía estaba reñido con el lucro, la sujeción al Estado y la propiedad privada, y para sorpresa del mundo en cualquiera de sus épocas, fue con tal precepto insólito que logró cautivar a más de alguno, como Metrocles, y a más de alguna, como la bella Hiparquia, que renunció a su familia para irse con el maloliente Crates y convertirse en una cínica tal vez aún más radical que él.


(Un dato criollo: a principios de los años setenta en México se filmó Crates, película dirigida por Alfredo Joskowicz y con el olvidado Leobardo López en el papel del filósofo. Se trata de la puesta en escena (una realización sin parangón en el cine mexicano) de la vida de Crates en el contexto de la ciudad moderna, desde el magnífico episodio de su desprendimiento material hasta la supervivencia, junto a Hiparquia (María Elena Ambriz), dentro de una cueva en los extramuros de la urbe. La incursión al Zócalo, donde el harapiento Crates, ante la mirada entre atónita y divertida de los chilangos, ofrece un pedazo de pan a quien lo quiera, constituye quizá una de las muestras más nítidas del lugar insólito ocupado por el amable cínico en la “ciudad de los palacios”, hoy dizque “ciudad de vanguardia”).


No faltará el envidioso malintencionado que aproveche la lección cabal de Crates para denostar a quienes actualmente se dan la buena vida gracias a la profesionalización de la filosofía, vale decir, con el trasero bien acomodado en el sillón de la academia y los pies pegados a las baldosas del Estado. No faltará, es seguro, pero eso de todos modos sería pensar de forma poco pragmática y extremadamente poco poética: al contrario, está muy pero muy requetebien que hoy el filósofo (llamémosle así por cortesía) obtenga su estipendio mensual con religiosa puntualidad, pues de lo contrario, ¿quién sería tan amable de pagar las copas de su compadre el poeta cínico?

 
 
 

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